En Cinta Sábado, 20 octubre 2018

“Tarde para morir joven” es una fascinante película chilena sobre la adolescencia al final de la dictadura de Pinochet

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Entrevista: Alberto Castro (IG: @mc_zorro)

El título le calza a la perfección: “Tarde para morir joven” retrata, ahogada en nostalgia y resignación, esa época en la adolescencia en la que uno se da cuenta que ya no es niño, que la adultez se le viene encima, que ya es demasiado tarde para muchas cosas. El primer enamoramiento, la desilusión de los padres, el encuentro con la pérdida y la muerte, todo enmarcado en ese verano de 1990 en el que Chile estaba caminando hacia la democracia, luego de casi dos décadas de dictadura.

Esa incertidumbre por el futuro es clave para entender la fascinante película de la chilena Dominga Sotomayor, por la cual fue premiada como Mejor Directora en el último Festival de Locarno, una que le sigue los pasos a una joven que vive en una comunidad aislada, lejos de la ciudad, mientras se prepara para las celebraciones de Año Nuevo con su familia y vecinos.

Tuve el placer de encontrarme con la realizadora en el Festival de Toronto, donde me comentó más al respecto de esta película que tendremos la suerte de poder ver, completamente gratis, en el marco de la Semana de Cine de la Universidad de Lima, que va del 3 al 11 de noviembre.


¿Cómo decides contar esta historia que parece tan personal?

Yo viví en una comunidad muy similar a la de la película por mucho tiempo, desde que tenía 4 años. En el verano en el que llegó la democracia a Chile, mis papás decidieron mudarse a la Comunidad Ecológica de Peñaloden, que queda en Santiago, pero como a los pies de la cordillera. Junto con unos amigos, compraron tierra ahí, que en ese entonces era barata, y empezaron a construir sus propias casas. En retrospectiva, lo veo como una especie de autoexilio: había llegado la democracia y eran personas más abiertas, con intereses diferentes y encontraron la posibilidad de encontrar su propio lugar. Me marcó mucho tener una infancia tan cercana a nuestros vecinos, la precariedad en la que vivíamos o tener amistad con gente adulta siendo yo una niña, con muchos artistas alrededor, estando muy cerca de la naturaleza.

Me fui, pero regresé a la comunidad a vivir sola cuando tenía 27 años y vi cómo se había transformado el espacio de cómo lo tenía en mi memoria. De ser un espacio salvaje sin rejas, ahora hay 400 casas con caminos, con gente incomunicada, separada. Esa nostalgia me hizo buscar fotos de mi infancia y querer hacer una película sobre ese espacio que me había marcado tanto. Nació así, de algunas imágenes.

Siento que es la continuación de “De jueves a domingo”, la cual era sobre una etapa anterior, de niños, y aquí quería hacer una película más sobre la adolescencia, un momento más punk en el que uno toma decisiones, cuando dejas de ser víctima de tus papás y empiezas a trazar tu propio camino. Creo que mis películas salen de esta necesidad de capturar algo que se me está olvidando, una época y desconexión que siento que ya no es posible.

En la película justamente presentas el proceso de ‘madurar’ como aceptar que hay cosas que uno no va a recuperar

Sí, quería retratar esa nostalgia. El desafío era que funcionara como cinta coral, para tener impacto emocional de todos los personajes, que hablar de uno se reflejara en el otro. Quería que se sintiera que perder a tu perro o el miedo a la muerte o el enamorarse de alguien que no te corresponde, todo se relacionara. Quería capturar un estado colectivo que no solo tiene que ver con estos adolescentes, sino de un país en un momento específico, un país que está dolido.

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No se menciona directamente en la película, pero te ubicas en el verano en el que regresa la democracia a Chile, tras el referéndum. De alguna forma, presenciamos esa transición emocional.

Yo quería dejar afuera toda mención al momento histórico. En algún momento, se iba a mencionar a Pinochet, pero sentí que limitaba la película. Quería capturar ese espíritu, esa ilusión de cambio, más que ser literal con lo político. Ahora, sí quería retratar una ilusión incumplida. Toda esta gente se quiere alejar de la ciudad con la ilusión de un nuevo comienzo, que podría ser la llegada de la democracia, pero se ven amenazados por ellos mismos, es como un ciclo que se repite.

¿Fue intencional que los adultos también pareciera que están viviendo una adolescencia tardía?

Me gusta la idea de la ilusión de la adultez, porque tendemos a separarlos de los niños, pero yo crecí en un lugar donde los adultos y los niños se fundían. Donde había niños que parecían más adultos que los padres. Además, estos adultos pasaron toda su adolescencia en una dictadura y están viviendo un nuevo comienzo.

Y del coming of age realista, pasas al surrealismo del incendio, que es la secuencia más fascinante de la película por el quiebre que genera en la historia, esa representación de un mundo que empieza a destruirse. ¿Cómo llegas a este momento tan potente?

Siempre partí con la película desde el incendio y la construí hacia atrás, como una catástrofe invertida. Yo siento que el fuego hace visible algo que está invisible, que fuerza una trasformación.

Hubo un incendio real en la comunidad donde yo vivía. Sucedió en 1991, cuando yo todavía era muy chica. Fue justo después de Navidad y Año Nuevo, es un evento que nos marcó mucho a todos, porque los culpables fueron unos niños de mi edad que estaban jugando con fósforos. Yo nunca vi el incendio, porque me tiré a un pozo con agua y solo escuchaba los gritos. Así que creé toda una imagen de cómo pudo ser ese incendio. Me parece alucinante la idea de que nada nos pertenece y el incendio viene a recordarlo de una manera más evidente. Porque la naturaleza tampoco nos pertenece, ni tu pareja, ni tu mascota, ni nada. Quería cuestionar la idea de propiedad, la domesticación. Además, que les recuerda que no pueden escapar: ellos habían huido de la ciudad, pero no se puede escapar de la naturaleza humana, de ellos mismos. ellos huían de los peligros de la ciudad, pero no se puede escapar de lo humanos, de la naturaleza, de ellos mismos. El incendio impone un nuevo orden.

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Visualmente, la película es impresionante. ¿Cómo fue el planteamiento de las imágenes, junto con Inti Briones como director de fotografía?

Todo se apoyó en las imágenes que tenía cuando escribía el guion. En las fotos de mi infancia de ese lugar, que estaban perdiendo color, y unos VHS que encontré de la época. En “De jueves a domingo” yo había propuesto que la imagen se fuera desaturando, hasta llegar a un final casi sin colores. Pero aquí quería hacer un trabajo sobre el pasado, que sí tiene colores: los VHS, por ejemplo, pierden un poco el azul, pero revientan el rojo. Queríamos una película solamente con algunos colores, un trabajo super detallado. Y trabajar solo con luz natural, pensando en la película sobre la precariedad, así que iluminamos con velas, con los mismos autos, con fuego real.

¿A qué cineastas o artistas en general admiras?

Soy una adicta a la pintura, tengo mucha influencia pictórica. Y en el cine, a los 16 descubrí a Antonioni y con él descubrí que había un lenguaje. De los recientes, sigo a Nuri Bilge Ceylan, me encantó “Western” de Valeska Grisebach, el cine de Claire Denis, Cassavetes. Me gustan las películas quieren empujar el lenguaje cinematográfico, que incomodan, con algo muy espontaneo, vivo, emocional. También me gusta mucho lo que hace Kleber Mendonça en Brasil. De Chile, me gusta “El Club”, “Matar un hombre”, “El viento sabe que vuelvo a casa” de José Luis Torres Leiva, me gusta el trabajo de Raúl Ruíz, en especial sus películas antes del exilio.

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