En Cinta Sábado, 2 junio 2018

Recordemos todas las películas de Wes Anderson a través de su música

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Escribe: Rafael Flores Figueroa

Algunos prefieren verlo como el hipster favorito de Hollywood, pero Wes Anderson es, ante todo, un auténtico retablista de la pantalla grande. Este cineasta nacido un primero de mayo de 1969, en la ciudad de Houston (Texas), es toda una anomalía del cine comercial occidental: su universo se enhebra en una cierta mirada ingenua y melancólica, de gesto imperturbable, prendida del pasado, víctima de un cinismo sutil que, por sofisticado, pasa por irónico y juguetón. Sus relatos funcionan como fábulas sin moraleja (no por eso menos cálidas), ritos de transición donde sus protagonistas pasan las de Caín mientras atestiguan la obsolescencia de sus mecanismos de supervivencia (los melómanos, bibliófilos y cinéfilos del mundo son los peor equipados para las adversidades, aparentemente).

Obsolescencia que siempre es secundada por la música, la otra marca de estilo del realizador. Se trata de melodías ancladas a un modo de mirar el arte pop como artefactos plenos en texturas, exuberantes y pomposos, provenientes de épocas disímiles pero que en su ejecución poseen una misma consigna: la ornamentación exacerbada y abundante, atildada por un refinamiento que podría pasar por clasicista y anacrónico, pero que no lo es.

Sin embargo, es evidente que la obra de Anderson no es tan famosa por sus historias ni por su música, como sí lo es por la minuciosidad de su puesta en escena. Aquellos encuadres que confecciona son verdaderos portentos del artificio y la orfebrería, casas de muñecas vivificadas por un pulso dramático quieto y uniforme. Ese rigor por la simetría de los decorados y los tránsitos, lejos de apaciguarse, se ha afianzado hasta hacer del realizador un tallador obseso, incesantemente fascinado por la propia artesanía de sus retablos.

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Quizá sea por eso que la adaptación de la novela infantil de Roald Dahl, «El superzorro», le calzó como un guante. La casa de muñecas dejó de ser figuración y pasó a concretarse al pie de la letra: todo elemento era ahora materia propicia para el diseño, vianda virgen al servicio del titiritero. En un hallazgo que podría trasladarse a cualquiera de sus antihéroes, Wes Anderson encontró en el stop-motion no solo la caja de herramientas ideal, sino una manifestación más de aquel tiempo pasado que fue mejor.

Provista aquella experiencia, era solo cuestión de tiempo para que el cineasta estadounidense apostara otra vez por la animación. Ciertamente, ese es el asunto que nos congrega ahora: el estreno de «Isla de perros», la nueva obra de Wes Anderson, filmada (mejor dicho: labrada) empleando la técnica del stop-motion.

A propósito de su (breve y limitado) estreno en salas limeñas, hagamos un repaso por su filmografía a través de sendas bandas sonoras, las cuáles nos han legado infinidad de momentos memorables, además de haber propiciado el reencuentro con los orfebres primigenios de la cultura pop, aquellos que hicieron de la sicodelia más luminosa y la música barroca la excusa ideal para querer caminar con desenfado, contra el viento y en cámara lenta.

«Gun Buyers» – Mark Mothersbaugh (Bottle Rocket – 1996)

Uno de sus primeros compinches para la concreción de un aura propia fue Mark Mothersbaugh, el otrora líder de Devo, quien colaboró con Wes hasta en cuatro oportunidades. Sus composiciones responden cabalmente a la sensibilidad lúdica y frugal del cineasta, y sirven de contrapunto a las acciones de los protagonistas (personajes perspicaces y taimados, que finalmente son presas de su propia torpeza). La escena a la que corresponde el tema señalado ilustra aquella fijación permanente del director por el detalle: sus composiciones son cuadros cuidadosamente estructurados, donde cada elemento responde a una necesidad plástica y estética. Por cierto, ¿alguien recuerda la inclusión en la banda sonora del festejo criollo (sí, festejo criollo), compuesto por Abelardo Vásquez, «Préndeme la vela»?

«Nothin’ in the World Can Stop Me Worryin’ ‘Bout That Girl» – The Kinks (Rushmore – 1998)

El cineasta oriundo de Texas debe haber nacido con un vinilo de The Kinks bajo el brazo. En general, la invasión británica (aquel rock contracultural que hizo bailar a medio planeta en los sesentas) impregna una parte considerable del universo de Wes. Pero, definitivamente, es el colectivo de los hermanos Davies la banda de cabecera del realizador, y su elección predilecta para acompañar las escenas más dinámicas. «Rushmore» fue su segundo trabajo y su primer éxito relativo de crítica y público. La presencia de Bill Murray en el papel de Herman Blume representó gran parte del atractivo de la cinta, además de promover una suerte de renacimiento del comediante venido a menos (el humor lacónico y el gesto perezoso de Murray sintonizó al dedillo con el mundo del director). En esta escena, vemos a un Blume consumido por el tedio que, en un arranque de valentía, decide lanzarse a la piscina en clavado, para luego surgir como un hombre distinto, aliviado por el agua purificadora y la energía vibrante de The Kinks (el cuadro conforma, quizá involuntariamente, una metáfora que refleja la propia resurrección artística de Bill Murray, quien desde ese momento pasaría a convertirse en la vaca sagrada del cine indie contemporáneo).

«These Days» – Nico (The Royal Tenenbaums – 2001)

¿Se puede ser más sofisticado que una canción interpretada por Nico, la sílfide etérea del rock? Sí, es posible, añadiéndole una caminata ralentizada por el ojo de Wes Anderson. Este curioso tránsito (popularizado por Tarantino, aunque empleado mucho antes por otros artífices de lo cool, como Kubrick en «La naranja mecánica»), pasó a volverse la divisa distintiva del realizador tejano, al punto de incluirla virtualmente en toda sus obras. «The Royal Tenenbaums» fue, además, el establecimiento de un detalle importante: la preferencia por las narraciones corales, plagada de infelices y neuróticos, excéntricos y astutos marginales que se saben habitantes eternos de la periferia, y por lo tanto la abrazan con afecto incondicional. En el cine de Anderson, ser raro es la norma.

«Queen Bitch» – David Bowie (The Life Aquatic with Steve Zissou – 2004)

No es sorpresa que Wes Anderson encontrara en Bowie un reflejo nítido de su oficio. Bowie, como Wes, era también un maniático del diseño meticuloso y cerebral. Para él no existía el azar ni el accidente feliz: el todo siempre era más que la suma de sus partes, y cada engranaje debía corresponderse con precisión matemática. Sofisticado como ninguno, el compositor inglés era el objeto ideal para el homenaje en clave de experimento que le dedicó el realizador: una deconstrucción de sus temas más emblemáticos, en manos del músico brasilero Seu Jorge, que trocaba su sonido en un simulacro de susurro marino de naturaleza minimalista. Para la secuencia de los créditos, sin embargo, Anderson se inclinaría hacia la fuente: es que acaso sea imposible superar a Bowie en materia de equilibrio espacial.

«Tema de Charu» – Satyajit Ray (The Darjeeling Limited – 2007)

Anderson regresa al que quizá sea su argumento primordial: la enumeración por etapas afectivas del amor fraterno (¿no son acaso todos sus protagonistas almas penitentes, hermanadas al unísono por alguna versión distinta del romance platónico?). En esta ocasión, el tono se acerca más a la contemplación meditativa que a su consabido humor en clave baja. La música que viste al film corrobora tal propósito: las melodías tomadas directamente del canon cinematográfico hindú cumplen un rol simbólico y a la vez funcional. Aquellas hermosas tonadas compuestas por Satyajit Ray (responsable de la realización de la trilogía de Apu, y tantos clásicos más) complementan e intensifican el relato de Anderson (aunque cabría precisar que aquella conjunción tan orgánica no es ningún golpe de suerte: el realizador compuso sus cuadros expresamente estimulado por los temas y las texturas del cine de Ray). El preciosismo idealizado del paraje exótico no es oportunista ni víctima de una ingenuidad instigada por mera pose: es el brillo de ese afecto incondicional que tienen los cinéfilos por el cine de todas partes.

«Boggis, Bunce and Bean» – Alexander Desplat (Fantastic Mr. Fox – 2009)

El cineasta debió gritar «¡eureka!» cuando la idea cruzó su mente. ¿Qué mejor escenario para un hombre enamorado de los detalles que una cinta animada con marionetas y un ajuar en miniatura? Este encantador y sencillo relato de aventuras es la exaltación suprema de todas las excentricides cinematográficas del realizador: ahí están sus flotantes trávelin laterales, la atención por la profundidad de campo, la elección de planos frontales (tal como un teatro de títeres), las narraciones corales, etc. La verdadera novedad se manifiesta en la música: en adelante, Alexander Desplat se encargaría de darle vida al espíritu sonoro del director. La combinación parecía azar de la divina providencia: las composiciones de Desplat son artilugios recuperados de un tiempo extinto, verdaderas canciones de cuna que parecen recitadas por la célebre Mamá Oca en carne y hueso (aderezadas apenas con una pizca del ritmo mediterráneo de Ennio Morricone y la terneza onírica de John Williams). En especial «Boggis, Bunce and Bean», que con su mezcla de inocencia y humor macabro podría pasar fácilmente a ser parte de alguna exquisita colección de rimas tradicionales para niños.

«Guia de orquesta para jovenes» – Benjamin Britten (Moonrise Kingdom – 2012)

En realidad se trata de la desarticulación de una melodía original de Henry Purcell (la composición lleva por subtítulo: «Variaciones y fuga sobre un tema de Purcell»), destinada a seducir a los oídos no iniciados (jóvenes de edad y de corazón) hacia el suntuoso mundo de la música clásica barroca. Nuevamente, el realizador vuelve al terreno de la infancia para narrar un romance primaveral que es al mismo tiempo rito de paso. A pesar que la narración adopte una dinámica coral, es la voz de ambos héroes pubescentes la que hace avanzar la historia: son dos contra el mundo y no hay marcha atrás. Los arreglos orquestales de Britten serán el filtro perfecto para traer de vuelta ese universo pop de antaño, a través de una mirada amorosa y desapegada de cualquier prejuicio: como si se tratara del reflejo diáfano que se plasma en los ojos de un niño.

«Moonshine» (arreglo) – Alexander Desplat (El gran hotel Budapest – 2014)

El reconocimiento oficial llegó de la mano de su penúltima cinta, una suerte de conjuro que se apropiaba de la sensibilidad narrativa de Stefan Zweig (el afamado novelista vienés que un día decidiera quitarse la vida) y la remezclaba con las propias filias del buen Wes. Afirmar que el cineasta empleó los recursos literarios de Zweig es en parte una trampa, ya que ambos, cineasta y escritor, eran espíritus afines, autores de un arte destinado a converger. En Zweig encontramos también a ese antihéroe renuente, periférico y desencantado de su propio mundo (no es mera coincidencia el parecido físico que comparte con el abigotado protagonista, Monsieur Gustave H., interpretado por un Ralph Fiennes galante, de modales aristocráticos y estampa discreta). Con respecto al argumento, se trata de un ensayo desmesurado que saca provecho de todas las inquietudes pasadas del cineasta, partiendo desde el copioso elenco que compone la médula de esta fábula coral (Anderson parece ser devoto de aquella máxima de Rainer Fassbinder, que afirmaba que «todo director decente tiene un solo tema, y por lo tanto solo realiza el mismo film una y otra vez»). Las melodías de Desplat echan mano de la música tradicional rusa para establecer, como en ejercicios anteriores, aquella atmósfera atemporal, foránea, decantada a la sustancia pero sin perder el poder de evocación. El tema que sirve de telón es una reivindicación de la candidez y la travesura desaforada del espíritu infantil, y el entusiasmo in crescendo que blande la melodía parece insinuar una corazonada dichosa: aunque suene a verdad de perogrullo, es evidente que la mirada de Anderson se mantendrá enfocada siempre en el mundo de ayer, un edén propio, indiferente al ruido transitorio de la modernidad.

 

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