En Cinta Jueves, 10 mayo 2018

¿Por qué me gustó «Avengers: Infinity War»? Y de paso, una reacción a la injusta crítica publicada el sábado en un periódico local

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Escribe: Rafael Flores Figueroa

En «Avengers: Infinity War», los superhéroes no son de acero. A diferencia de lo que ocurría en el último evento colectivo, donde cada golpe propinado no era nada más que un efecto sonoro, en esta ocasión el caos sí tiene consecuencias, al menos en función del episodio que ocupa la cinta. Ese caos, paradójicamente, no es caótico, sino resuelto y racional, y posee un nombre similar al de la muerte: Thanos.

Se trata del título número diecinueve de esta serial moderna que comenzara hace diez años, cuando «Iron Man», de Jon Favreau, vio la luz.

Por eso, urge una confesión de parte: antes de redactar este texto, el azar y la más llana curiosidad me han llevado a consumir todas las cintas de la saga cinematográfica de Marvel. Es un detalle que me coloca en ventaja frente a los espectadores que han preferido ignorar las andanzas de nuestros prodigios enmascarados.

Porque, de no haber visto aquella veintena de episodios, ¿podría disfrutar en su totalidad de este último crossover? Lo dudo mucho. Es el peso que suelen cargar las franquicias: discriminan a los no iniciados que, al no poseer conocimiento previo de lo que está en juego, perciben al argumento como ininteligible y a los personajes como fantoches intercambiables. Claro está, la película tampoco tiene el deber de articular una estructura capaz de satisfacer a todos. No, en absoluto, y pretender lo contrario sería atentar contra de la lógica de la narración: el relato se debe a sí mismo, siempre.

Entonces, ¿es la cualidad episódica un elemento válido para el análisis del film? Claro que lo es, pero no para sumar en contra. La multiplicidad de capítulos no hace a la cinta inherentemente mala. Sino, tendríamos que filtrar bajo el mismo rasero a «Star Wars», «Harry Potter», «El señor de los anillos», «Indiana Jones» y «Rápidos y Furiosos», por solo citar los más conocidos.

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Hago el apunte en reacción a una crítica publicada hace días en el diario El Comercio, donde se le reprocha a dicho título la presencia relativa (casi flotante) de personajes secundarios. Que quede claro: ese detalle no es una carencia del guión, sino la consecuencia del progreso orgánico de la trama.

También, dicha pieza ha señalado el aura sicodélica, esotérica, astral, volátil y frívola del universo Marvel, hasta el punto de emparentar su mitología con las obras de las Wachowski y Paulo Coelho(!). Tal aseveración no solo es antojadiza (toda opinión lo es) y esnob, sino desinformada y pobre. Basta decir que la fuente que da sustancia a las cintas (esto es, por supuesto, el cómic) precede por varios lustros a las obras de los creadores citados.

Peor aún, temo por la sinceridad del autor del texto (¿de verdad ha visto la película?), que no solo parece ignorar lo que critica sino también a sus referentes (una búsqueda rápida por internet detalla a las Wachowski más cerca de la animación japonesa y la ciencia ficción cyberpunk, y su obra audiovisual lo evidencia).

Y si se me permite otra digresión: recuerdo una reseña firmada por el mismo crítico, alrededor de la última cinta de Eduardo Mendoza («La última hora»), a la cual se calificaba muy negativamente, hasta el punto de considerarla «(…) un borrador que parece haber sido realizado burocráticamente, sin siquiera tentar un planteo audiovisual que supere al telefilme amateur«.

No es el sarcasmo lo que me molesta (aunque por tendencioso resulte insufrible) ni la opinión (finalmente, uno ve lo que quiere ver), sino la ligereza y la ignorancia. La analogía con un «telefilme amateur» es infumable: ¿acaso «Duel», el primer largometraje facturado por Spielberg, no es un telefilme amateur? Lo es, porque él era primerizo, y se le fue asignada una producción para la pantalla chica.

La cinta es un ejercicio solvente de suspenso y puesta en escena, y su categoría de telefilme no lo hace menos buena, como tampoco le resta valor su condición de amateur. Y los ejemplos sobran: he ahí los ejercicios televisivos de David Cronenberg, Tim Burton, Michael Mann, Sidney Lumet, Lars Von Trier, Rainer Fassbinder (!) y muchos, muchos más. La formidable obra de un realizador como Alan Clarke se ciñe básicamente a telefilmes. La pregunta se cae sola de madura: ¿qué es lo que critica el crítico, entonces?

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No contento con esto, luego sentencia: «Parece que Mendoza dirigiera en la época del teatro filmado«. ¿Se refiere al teatro filmado de Lars Von Trier en «Dogville» (que es en gran parte un ensayo a la usanza del teatro épico de Brecht)? ¿O acaso alude a Laurence Olivier, quien con su «Othello» decidiera realizar un «simulacro» de su propia puesta en escena teatral? ¿No son estas cintas, en esencia, «teatro filmado»? Y, siéndolo, ¿no se trata de obras apasionantes, plenas de plasticidad e inventiva?

Fuera de los triunfos o fracasos que tuviera la obra de Mendoza, lo alarmante es el uso indiscriminado de pullas y juicios despreciativos, cada uno de los cuales carece de sustento admisible o siquiera descifrable.

Como se le dice a Ashitaka en la bella pieza animada de Hayao Miyazaki, «Mononoke Hime» (una obra que por fantasiosa, ecológica y noble quizá a tal crítico le parezca «new age»): «hay que mirar con ojos desprovistos de odio». Supongo que el mismo guante le calzaría a la crítica cinematográfica, que por su propia postura analítica debería darse la molestia, como mínimo, de verlo todo por igual.

Volviendo a los Vengadores

Colocándome en la orilla opuesta de la opinión citada (donde se le otorgó a la cinta una estrella a modo de -me imagino- premio consuelo), he aquí mi opinión alrededor de la última hazaña de Tony Stark y compañía:

Se dice que en todo relato de aventuras eficaz la premisa se resume en una frase: el autócrata Thanos quiere restablecer el balance del universo, y para ello necesita las gemas del infinito. Es a partir de tal objetivo del cual se desprenden las demás acciones y hacia donde finalmente convergen. Ese detalle favorece el abultado metraje: todo lo que ocurre en la anécdota apuntala el conflicto inicial, y a pesar de las digresiones argumentales, la linealidad se impone en favor del meollo.

Y es que la cinta se llama «Infinity War», pero más bien debería intitularse «vida, pasión y muerte (y resurrección) de Thanos». Ciertamente, todas las imágenes que componen esta obra basan su interés en el diseño de su antagonista: es la figura del tirano la que hace palpitar el encuadre.

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Quizá ese sea el mayor logro del film: la construcción de un villano pragmático, consecuente y (atributo raro hoy en día) funcional; un feroz némesis que se define desde el gesto y no desde la palabra. Sus tránsitos son contundentes y se perfilan en el rigor de la acción: su voluntad es ley.

Por supuesto, su atractivo reside en la luz de su intérprete: Josh Brolin. El hermoso monstruo que compone Brolin es un auténtico rostro impenetrable: su mirada altiva y pétrea carece de excesos o enardecimientos. Los matices de su naturaleza están ocultos y se perciben como actos reflejos: son los susurros de un alma en pena. Y sin embargo, en una vuelta de tuerca, en esta ocasión no asistimos a atestiguar el otoño del patriarca, sino la primavera de un dictador: la victoria de la maldad es una angustia más placentera, aunque sea en el terreno de la ficción.

Todo lo demás es comparsa del espectáculo, y los hermanos Russo lo aprovechan diligentemente: la acción convoca nervio, aterriza y se vuelve rotunda. Tal como en su primera incursión Marvel («Capitán América: El soldado del invierno»), los cineastas deciden privilegiar la potencia de la coreografía antes que su cualidad circense.

Las hordas computarizadas se guardan para los planos generales y los cortes rápidos. La verdadera tensión de la lucha se escenifica en planos compactos: Anthony y Joe Russo nos acercan al desenfreno de la violencia cuerpo a cuerpo, para ver a nuestros héroes sudar la gota gorda y poder saborear, finalmente, la pulverización de sus huesos.

Y la inclusión de un puñado de secuaces sádicos y fanatizados es al mismo tiempo un acierto y un error: todos, y en especial el viperino Ebony Maw, añaden color y sangre al conjunto. Lamentablemente, su tiempo de exposición es limitado y eso resiente la expectativa y diluye la amenaza.

Pero esos son detalles que no estropean la diversión, ni impiden que uno deje de sentirse fascinado ante el refrescante despliegue de fantasía e ingenuidad: tal cual como un cómic. Ya no se trata de una quimera: aquel pastiche se ha tornado mitología y ha dejado por fin las historietas en favor de su propio universo cinematográfico. El ensueño tornasolado del papel se refleja en la pantalla grande y la inflama de luz: verdaderamente, ese puerto existe.

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