En Cinta Martes, 13 febrero 2018

“Django, sangre de mi sangre”: una opinión a favor y otra en contra de la nueva película de Aldo Salvini

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“Django, sangre de mi sangre” es un bocado delirante que se saborea bien con los ojos

Imagen: Difusión

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Escribe: Rafael Flores Figueroa

Para mí, pensar en Aldo Salvini es pensar un poco en Terry Gilliam, el famoso director y animador, autor de «12 monos», «Jabberwocky», «Las aventuras del Barón Munchausen» y «El imaginario del Doctor Parnassus». La asociación se me sugiere tanto por las filias que acosan a cada uno como por lo accidentado de sus aventuras cinematográficas. Es decir: he aquí dos directores que se mueven como peces en el agua en el terreno del delirio, lo surreal y lo onírico, que poseen una afinidad estrecha por los personajes fronterizos, alucinados y marginales. Ambos, además, son solícitos en el empleo de una estética robusta: violentos movimientos de cámara, planos aberrantes y luminiscencias expresionistas estallan por aquí y por allá, enarbolando la bandera de la insania.

Pero existe un parentesco adicional que los marca: el desdén sistemático de lado de las burocracias del quehacer audiovisual. Salvini y Gilliam cuentan con numerosos proyectos bajo la manga, los cuales se ven frustrados constantemente por las arbitrariedades de un mercado miope e insípido. Lo mismo que escribió alguna vez Guillermo Del Toro, a propósito de Gilliam, podría extenderse al caso Salvini: «él comprende el ‘mal gusto’ como la mejor declaración de independencia del discreto encanto de la burguesía» y «nosotros lo estamos desperdiciando estúpidamente con cada cinta suya que queda inédita».

Sin embargo, el suceso que nos compete ahora es una excepción a la regla: el estreno comercial de «Django: sangre de mi sangre» y, sobre todo, el retorno de Aldo Salvini al terreno del largometraje.

Imagen: Difusión

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La premisa retoma lo andado por «Django, la otra cara» (2002), la cual convertía en ficción la historia real del famoso ladrón de bancos que asolara el país allá por los setentas. La cinta, dirigida por el actor Ricardo Velásquez, se había convertido en una especie de clásico del cine local, a pesar de tratarse de un ejercicio audiovisual inerte. Su único atractivo residía en el humor involuntario proveniente de las imposturas arrabaleras que la película trataba de imponerse a la fuerza. Todo lo demás era descartable: un tratamiento estético sumario, apenas funcional; sendas secuencias de acción planas, predecibles y desprovistas de tensión; actuaciones vacías de matices, asentadas en un sinfín de lugares comunes y excesos dramáticos (aunque esto último fuera lo que terminara otorgándole un costado reconocible).

En “Django: Sangre de mi sangre” ocurre todo lo opuesto. Salvini no es ningún extranjero para ese universo desaforado y chabacano. Más bien, él disfruta de las posibilidades que le facilita este folletín ardiente. El subsuelo criminal se convierte en caja de resonancia de sus inquietudes, las cuáles no teme exaltar y aprovechar a su favor, siempre: cada crimen, cada villano, cada derramamiento de sangre se traducen en germen para la puesta en escena. He ahí aquellas grafías obscenas de colores saturados, los montajes avivados por la sed de muerte, la exacerbación de la penitencia como contracara de la carne, los encuadres que se relamen en las miradas esquinadas y las señas viperinas de cuerpos y sonrisas. Los demonios de Salvini le solicitan vísceras, y él resuelve complacerles con ímpetu.

Pero los años y la experiencia también se han traducido en oficio, y la factura final de la obra lo evidencia. Salvo algunas excepciones, el cineasta también privilegia el matiz y la contención, especialmente en el apartado interpretativo de la película. Giovanni Ciccia, sobre todo, hace de su Django un criminal medular: cualquier atisbo de alharaca se esfuma, y en su lugar nos topamos con un hombre de gesto laxo, pero de firmeza en las acciones y en el andar. Su presencia se convierte en auténtico centro de gravedad del relato: es un cuerpo que palpita con cada fundido y que cruje con cada entuerto que mancha la pantalla.

Imagen: Difusión

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De igual manera, el ritmo de la anécdota contempla una personalidad tenaz: los cuadros expositivos (esas escenas que aclaran el argumento) están ausentes y el costado dramático de la trama es esencial y pragmático. Aun cuando los enredos propios del guion asoman algún tropiezo, la construcción de las secuencias no pierden el nervio: Salvini se cuida para imponerse como un narrador eficaz, además de un esteta perverso.

La última secuencia, situada en la cárcel, convierte el infierno en espectáculo vital, que se desborda como un sable despanzurrando un cogote. Es ahí cuando el ansia suscitada por el título queda satisfecha: el cineasta sabe que la sed en el cine no se cura con bebidas, sino con la pólvora de la imagen.

Este nuevo Django salpica su entraña en el ecran con conchudez, gracia y generosidad (bondades tan escasas para la cartelera local) y, aunque se trate de una película imperfecta, manifiesta un detalle evidente: el inframundo gestado por Salvini no es ningún placer culposo; es algo mucho mejor: un bocado que se saborea bien con los ojos y con la sangre.


“Django, sangre de mi sangre” es presa de un guion nefasto y repleto de estereotipos

Imagen: Difusión

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Escribe: Giorgio Alexander (@Giorz)

En el 2002, se estrenó “Django: la otra cara”, un filme que se ha vuelto una película de culto del cine peruano: mejor dicho, una famosa escena lo es, aquella en la que Django, interpretado por Giovanni Ciccia, tiene sexo en la azotea con ‘la chica dinamita’, interpretada por Melania Urbina. Además, se recuerda algunas frases vinculadas a otros momentos sexuales como el ‘qué ricas tetas tienes, carajo’ de Django hacia su amante. Quizás la popularidad de Melania y Giovanni en la época, la singular locación, lo casi pornográfico de la toma o la malcriadez de las líneas en plena intimidad han hecho perdurar esos segundos en la memoria de cualquiera que se quede en la calatería; es decir, en temas ajenos al cine, pues la película resultó ser bastante básica y deficiente a pesar de su exitosa taquilla.

La secuela, “Django: Sangre de mi sangre” ha llegado a nuestra cartelera quince años después, buscando mantener el espíritu de la original, pero entregando un producto mejor trabajado. La secuela se ha visto favorecida por el público, pero desde la crítica de cine hay un abanico diverso de opiniones de dónde escoger, desde los que la alaban hasta los que la aborrecen.  

Aldo Salvini, el director, es reconocido por trabajos previos destacados (personalmente considero a “El caudillo pardo” uno de los documentales peruanos más notables), pero a estos se le han sumado algunos más discretos, y “Django: Sangre de mi sangre”, para bien o para mal, sufre de la irregularidad misma de su carrera. En esta entrega vemos cómo el legendario delincuente Django logra cumplir su condena y salir de la cárcel: en la ciudad encuentra un ambiente hostil en el que intenta encajar, una familia que lo desconoce y una nueva mafia, con su propio hijo dentro, que no soporta ser rechazada por un Django en busca de redención.

Las virtudes más notorias las encuentro en lo visual, a esos primeros planos asfixiantes, acercándose lo más posible a los rostros para tratar de descifrarlos, aprovechando algunas buenas actuaciones como las de Stephanie Orúe, Emanuel Soriano u Óscar López Arias. También a la cámara temblorosa que, con su falta de equilibrio, trasmite el peligro latente y el dinamismo de un argumento ágil que no se detiene a respirar, pues no contempla casi puntos muertos en su cascada de acciones: con eso gana fácilmente en atrapar de inicio a fin al público. Y finalmente, la iluminación con unos rojos y verdes que resaltan para ambientar la opulencia y el riesgo de este mundo criminal.

Imagen: Difusión

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Sin embargo, fuera de eso y algunos momentos puntuales a resaltar como las escenas de sexo intercalándose con los negocios que realiza Django en la cárcel, la película es presa de un guion nefasto. Algunos han intentado defenderla diciendo que solamente falla en el guion, como si se tratara de ‘solo’ algo menor, cuando en la realidad le pasa mucha factura. Es claro que la cinta busca explotar hasta lo exagerado los estereotipos, con lo cual puede redimirse en algunos momentos de genuina risa, como cuando el personaje de Aldo Miyashiro aparece en una piscina de plástico intentando seguir mostrando su poder y lujos. Pero en la otra mayoría de momentos, estos estereotipos llevan a la risa involuntaria de lo ridículo, con diálogos terriblemente clichés acompañados casi siempre de lisuras: ni un personaje funciona satisfactoriamente, pues sus conflictos no están bien desarrollados y quedan truncos, mientras que otros personajes sencillamente no sirven, pudiendo ser eliminados. La cinta está plagada de situaciones ilógicas e inverosímiles (sí, aun aceptando los códigos de este mundo exagerado) o gratuitas solo para mostrar peleas y mujeres desnudas. Todo esto empuja a momentos puntuales donde falla la estructura narrativa y la edición, dándole un ritmo un tanto torpe, que se atasca, se atora entre tanta acción.

Me resulta inexplicable que algunos críticos hayan pasado por alto cualquiera de los defectos citados e incluso alguno ha asegurado que sería uno de los mejores estrenos nacionales del año, algo decepcionante y desconcertante, que me es oportuno mencionar. Los defectos en “Django: Sangre de mi sangre” son demasiado obvios, por lo que resulta bastante extraño que no sean evidentes para todo aquel que analice la película cinematográficamente y no solo se quede en comer canchita, entretenerse con exagerados, graciosos y hasta ridículos tópicos de acción, con sus lisuras y su sexo.

Si solo se busca eso, con “Django: Sangre de mi sangre” no hay pierde. Pero para algo más, la cámara, la iluminación y algunas actuaciones no son suficientes: le falta demasiado trecho y, afortunadamente, confío en que habrán mejores opciones que pueda ofrecer nuestra cartelera y nuestro cine durante este año.

 

 

 

 

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