En Cinta Domingo, 26 marzo 2017

En «Kong: La isla calavera» lo único que importa es la aventura trepidante y el combate entre titanes

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Escribe: Rafael Flores Figueroa

En “Kong: La isla calavera”, el verdadero rey es el clima aventurero y trepidante. Esta nueva versión del clásico “King Kong” descarta los elementos que compartieran los intentos anteriores (la damisela secuestrada, la captura de la criatura, el viaje a Nueva York, la trágica muerte sobre el rascacielos) y se enfoca en la expedición en la isla y los monstruos que oculta. La anécdota narra la travesía de una caravana integrada por militares y científicos, que llegan al misterioso paraje para descubrir aquello que aguarda latente. Sin embargo, ninguno esperará encontrar a Kong, el formidable primate de temperamento irascible.

La última película que nos había legado Hollywood sobre el trágico y solitario antihéroe fue la versión filmada por Peter Jackson en el año 2005. Jackson rescataba el argumento y los personajes de la original de 1933 y los reinterpretaba de acuerdo a sus propias obsesiones. Así, hacía del director Carl Denham (llevado a la vida por un enfebrecido y crispado Jack Black) un megalómano del mundo del espectáculo, inescrupuloso y temerario (quizá un poco como el propio realizador neozelandés). Ann Darrow (el objeto de deseo de Kong, interpretada con gracia, sofisticación, plasticidad y sentido lúdico por Naomi Watts) cambiaba su rol de víctima indefensa por el de una actriz experimentada y aguerrida, al contrario de la novata que le tocó interpretar a Fay Wray allá por los años treinta, quien, a pesar de reflejar encanto, se la tenía que pasar gritando y desmayándose en casi la totalidad del metraje.

Pero el cambio más sustancial fue el del rey Kong, el cual fuera creado a partir del trabajo físico de Andy Serkis. La maleabilidad del actor británico brindó a la bestia una capacidad gesticular insólita, de una dulzura visceral. Jackson también haría lo propio, empleando todas las mañas de su oficio de narrador para enarbolar un relato épico de más de tres horas de duración (cuatro horas en su edición especial), donde alterna grandes secuencias de acción con escenas de intimidad cálida y sutil.

Esta nueva versión ensaya un rumbo opuesto. En vez del Kong histriónico, nos presenta a un verdadero coloso de gesto pétreo. Su presencia monumental es aprovechada por la fotografía, que perfila su corpulencia a través de los ocasos y las lunas llenas. La gravedad de sus movimientos brinda majestuosidad a sus tránsitos, y su mirada penetrante, si bien es esquiva y glacial, sugiere una fragilidad que se va esbozando de a pocos.

El argumento ahora se limita a lo básico, es decir, a la jungla y a sus engendros gigantes. El realizador, Jordan Vogt-Roberts, privilegia la exhibición de monstruos y villanos hostiles que van mordiendo el polvo una tras otro, siempre bajo el yugo de Kong.

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El escenario sitúa a la historia en el año 1973, con la guerra de Vietnam a cuestas y con unos soldados desmoralizados por la inminente derrota de Estados Unidos. El clima bélico le permite al director recurrir al imaginario visual de “Pelotón” y “Apocalypse Now!”, especialmente en las escenas de helicópteros sobrevolando la isla, o en esos grandes planos generales, con el sol haciendo contraluz en el horizonte de la pantalla.

Pero las similitudes acaban ahí. El argumento es solo un vehículo para propiciar la ira del guardián supremo de la isla. Si bien se alude a la situación política actual de Estados Unidos mediante alegorías construidas a partir del comandante Packard (el personaje de Samuel L. Jackson aborrece al primate no solo por ser un extranjero que se resiste a ser sometido, sino también porque esa resistencia es una afrenta contra el orgullo norteamericano, un obstáculo que el comandante quiere destruir para “hacer a America grande otra vez”) y del excéntrico ex soldado Hank Marlow (John C. Reilly interpreta con su consabida soltura y chispa cómica al único personaje desprovisto de prejuicios, gracias a una sabiduría adquirida a través de la convivencia involuntaria con una cultura exótica y con su propio enemigo de guerra, un aviador japonés), la cinta no ahonda sobre ello y se mueve ágilmente hacia las batallas de los titanes.

Y la acción triunfa con ese espectáculo atronador y esperpéntico que convierte a las bestias en gladiadores exuberantes. Los combates remiten por momentos a esas maravillosas secuencias que crearan los pioneros animadores y amantes de los mostrencos, Willis O’Brien y Ray Harryhausen, y también, tal como ha admitido el propio director, a las delirantes trifulcas entre ángeles antropomorfos de «Neon Genesis Evangelion», aquel famoso anime concebido por Hideaki Anno, el talentoso factótum japonés del cine y de la animación.

Este Kong quizá no posea el candor humano del coloso de Peter Jackson, pero tampoco lo requiere. El despliegue feral de su fuerza y la distinción de su carácter inconsolable lo vuelven una criatura fascinante, que además le restituye a la franquicia su naturaleza de filme de monstruos legendarios y de aventura fantástica y esencial.

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