En Cinta Viernes, 15 julio 2016

Hay una escena en «Buscando a Dory» que me arrancó varias lágrimas

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Imagen: Pixar

Imagen: Pixar

Escribe: Alberto Castro (@mczorro)

(Si van a leer este texto, estoy casi seguro que ya han visto la película. Pero igual, por si acaso, dejo el SPOILER ALERT aquí)

Los genios de la animación de Pixar tienen muy claro que una imagen puede decir más que mil palabras. Sino miren los magistrales primeros minutos de «Up», que con solo una serie de viñetas bañadas en la música de Michael Giacchino logran retratar a la perfección el desarrollo y ocaso de un matrimonio. O toda la primera hora muda de «Wall-E», que sabe hablarnos de rutina y soledad en un planeta devastado, para luego romperlo con fascinación y descubrimiento en el espacio. O aquella deliciosa escena en la que Remy cocina por primera vez en «Ratatouille», ensimismado en olores, sabores y sonidos, en la libertad que el arte de cocinar le provee – hasta que es descubierto por Linguini, claro. O cuando en «Toy Story 3» nuestros juguetes favoritos están atrapados sin salida en un incinerador y, con solo cogerse de las manos, nos revelan el nivel de amistad que han forjado.

Se trata de algo que el estudio ha ido desarrollando y perfeccionando con el tiempo, mientras se atrevía a hablar de temas más complejos y maduros en películas cuyo público suele ser bastante menor de edad. Y es algo que podemos descubrir muy fácilmente si comparamos dos secuelas dentro de un mismo universo: pongamos «Buscando a Nemo» del 2003 al lado de la recientemente estrenada «Buscando a Dory».

«Buscando a Nemo», con todo lo encantadora que es, nunca ha estado ni cerca de mis favoritas del estudio. Se trata de una fascinante aventura bajo el agua, apoyada en un nivel de animación exorbitante y personajes memorables, pero con una trama bastante líneal y cimentada en un concepto bastante básico (y por eso, tal vez, tan efectivo): el amor incondicional de un padre por su hijo, más aún cuando es el único vestigio que le queda de la familia que alguna vez tuvo. Tal vez sus mejores imágenes están en esa secuencia introductoria: el núcleo familiar invadido por un depredador del mar que se lleva todo. Cuando Nemo es capturado y llevado a la pecera de un terrorífico consultorio de dentista, la pesquisa del padre demuestra que lo daría todo por su hijo, pero a la vez le dice que está creciendo y que en algún momento tendrá que dejarlo ir. El personaje de Dory aparece entonces como un accesorio de comedia sin mucho mayor desarrollo como personaje: esa herramienta que le hace abrir los ojos al padre y lo empuja a atreverse a cosas nuevas.

Imagen: Pixar

Imagen: Pixar

«Buscando a Dory» llega después de «Wall-E», «Up», «Ratatouille» y «Toy Story 3», los cuatro puntos altos del estudio ya mencionados, pero también llega después de «Intensa-Mente», aquella travesía a la mente y emociones de una niña que servía de manual didáctico de psicología. Y es de esta última que bebe mucho para desarrollar sus temas. Se trata de una película igual de básica en cuanto a la linealidad de su historia (Dory, de pronto, recuerda que desde hace mucho tiempo estuvo buscando a sus padres y decide retomar aquella misión), pero mucho más compleja en las reflexiones que puede tener con respecto a la memoria fragmentada y la discapacidad; tanto como a la amistad y a la composición de una familia. Ojo, esto no significa que sea mejor que la primera parte necesariamente (la cual era bastante más coherente y estable en su desarrollo): esta secuela se alarga demasiado y tiene un último tramo con persecución automovilística que podría hasta sobrar.

El personaje de Dory aquí se vuelve fascinante: si bien mantiene su carácter cómico, ahora se torna agridulce en lo imposible que le resulta reconocer todas esas pistas que la guiarán de regreso a su familia. Se trata de un personaje que con cada paso que da se siente más incompleto, perdido, solitario. Dory llega a darse cuenta que si no conoce la verdad sobre su pasado, nunca podrá forjar por completo su identidad y vivir tranquila. Esa inquietud y ansiedad inicial que ni si quiera la dejaba dormir, frente a la calma de un océano inmenso que al final de la película ya no necesita explorar, evidencia perfectamente esta travesía interna que ha vivido el personaje, mucho más allá de los específicos personajes excéntricos y situaciones disparatadas por las que haya podido pasar.

Aquí llego a la escena a la que hace referencia el título de este artículo: Dory es separada de Nemo, Marlin y el pulpo Hank en el área de cuarentena y se resbala hasta el mar en una espectacular secuencia que vemos desde el punto de vista de Dory, la cual se sumerge en una vorágine de desolación. Ella se queda sola en medio de algas, arena y el completo vacío, a punto de rendirse, aceptar el fracaso y abrazar su eterna soledad. Claro que Dory no va a rendirse tan fácilmente y empieza a dar vueltas tratando de encontrar alguna pista que pueda iluminarla.

Y encuentra una conchita en la arena. Luego otra. Y muchas, muchas más, hasta llegar a un espacio donde convergen larguísimas hileras de conchas hacia todos lados. Esa imagen me destruyó por lo sencilla que es y por lo mucho que te dice. No solo es la perfecta metáfora de cómo Dory, conchita a conchita, recuerdo a recuerdo, ha ido fabricándose como individuo, sino que nos deja clarísimo que sus padres la han estado buscando incansablemente, abnegadamente, insistentemente por todos estos años. Cuando se voltea, descubre a sus padres con más conchitas en las manos, las cuales sueltan para correr al abrazo del reencuentro. Y allí las lágrimas ya son incontrolables. No necesitamos más explicaciones, mayores flashbacks o discursos extensos: con eso basta para terminar de entender esta tragedia familiar y completar la travesía interna de Dory.

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