En Cinta Sábado, 19 diciembre 2015

CRÍTICA: «El Despertar de la Fuerza» es ese reinicio que «Star Wars» tanto necesitaba

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Escribe: Alberto Castro (@mczorro)

(Esta crítica contiene SPOILERS: para analizar algunos de los temas más importantes de la película hay que hablar de específicos. Avisados están).

Las historias que movilizan el universo de «Star Wars» siempre han sido sencillas, con objetivos muy fácilmente resumidos en sus textos de introducción: ya sea el mantener a salvo los planos de la Estrella de la Muerte en «Star Wars» (no vamos a llamarla «Una Nueva Esperanza»), el juego del gato y el ratón entre Luke Skywalker y Darth Vader en «El Imperio Contraataca» o la necesidad de destruir la segunda Estrella de la Muerte en «El Regreso del Jedi» (previo rescate de Han Solo de Jabba the Hutt). La complejidad de «Star Wars» siempre ha residido en los mundos y razas que plantea, en el deslumbre visual de aquel espacio desconocido: pero las historias siempre se mantienen en lo lineal y quizás por ello flaquean tanto las precuelas (¿impuestos, República, Senado, Federación de Comercio, política en general?). «Star Wars» siempre se ha centrado en el enfrentamiento entre el Bien y el Mal, tan sencillo como eso: en un duelo interminable por mantener un equilibrio entre ambas Fuerzas. Se trata de odiseas familiares con moraleja incluida, con una carta de redención siempre disponible. La guerra evidente que se libra en esta galaxia muy muy lejana no es otra cosa que la materialización de aquel conflicto interno que transcurre en cada individuo del universo por encontrar su lugar, por mantener un equilibrio en ese debate moral.

«Star Wars: El Despertar de la Fuerza» funciona tan bien precisamente por regresar a aquel molde clásico que hizo de la trilogía original un todo tan entrañable. Estamos en épocas en las que la complejidad psicológica, política y social del cine de Nolan o el despelote visual de filtro instagramero de un Snyder son la norma que define al blockbuster: imperan los antihéroes, el debate sobre los medios de comunicación, reflexiones sobre el imaginario popular y el gris eterno que privilegia el fin por encima de los medios. La noción de blockbuster como evento familiar, tan cimentada por el cine de Lucas y Spielberg hace décadas, ha desaparecido por culpa de los nuevos demográficos; un cine comercial que quiere atender a poblaciones más específicas: a jóvenes oscuros, a adultos serios y a niños que ya no se tragan tan fácilmente la idea de que los juguetes o animales hablen porque sí.

Lo que hace J.J. Abrams con este nuevo episodio de la saga más importante de la historia del cine (sin lugar a dudas, ninguna otra franquicia se acerca al nivel de impacto cultural que tiene «Star Wars») es regresar a la linealidad del blockbuster más clásico, una revisión de ese cine perdido, muy al estilo de «Super 8». Junto a Lawrence Kasdan, guionista de «El Imperio Contraataca» y «El Regreso del Jedi», casi casi calcan la estructura original de «Star Wars» (al final es una mezcla entre secuela y reboot), la noción del «viaje del héroe», con momentos y situaciones específicas que nos remiten a aquella primera película, al punto de que ciertos encuentros, muertes y hasta frases se repiten en momentos similares. El objetivo es básico y de lo más lineal: proteger la información que podría dar con el paradero de Luke Skywalker, el único que puede restablecer el orden en la galaxia (un objetivo que se cumple: una historia cerrada -a pesar de que nos deja con el cliffhanger más desesperante de los últimos tiempos-).

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Pero hay una diferencia importante que la separa de la trilogía original (y más aún de la infame segunda trilogía: por cierto, la imagen de la destrucción de la República resulta innecesaria, pero simbólica en ese sentido), una que tiene que ver con otro de los temas centrales de la saga a lo largo de sus seis películas: los personajes huérfanos en medio de todo.

«Star Wars» no ha sido nada caleta a la hora de resaltar sus sistemas patriarcales: no por nada la frase más conocida de las películas es un resonante ‘Yo soy tu padre’. La figura del Emperador por encima de todo, el padre (ausente) de la Princesa Leia como el líder de la Rebelión, los Maestros Jedi (todos hombres, sin importar que la nueva trilogía nos haya presentado Jedis mujeres), la Fuerza como el padre que concibió a ese hijo elegido. Si bien George Lucas logró hacer que la Princesa Leia revirtiera el arquetipo de la princesa en apuros que necesitaba ser rescatada y la empoderara con un arco narrativo propio y licencias para decidir, la figura chillante de Padme Amidala no hizo más que retroceder un par de pasos; el personaje de Rey parece ir en el camino adecuado para terminar de completar la reivindicación de las mujeres en este universo. Me acabo de desviar del tema, regreso a lo que decía.

Tanto Rey como Finn como Ben/Kylo Ren (los tres ejes sobre los cuales se mueve la película) representan figuras huérfanas en busca de su destino en este mundo: en la trilogía original le seguíamos los pasos al huérfano Luke Skywalker, mientras que en la nueva trilogía esa posición la tenía Anakin Skywalker. «Star Wars» siempre ha tenido en el centro de su acción a ese sujeto anónimo que se ve empujado a convertirse en héroe: aquí Rey es una chatarrera que vive en los desechos de una guerra que le es ajena, Finn es un stormtrooper de bajo rango y Kylo Ren es un aprendiz de sith que debe ceñirse a las órdenes del General Hux, un mortal sin poderes, ¡que tal raza! Quiero resaltar aquí las magníficas actuaciones de estos tres nuevos protagonistas: Daisy Ridley es la gran sorpresa por lo desconocida que era, John Boyega deslumbra con ese preciso manejo de sus vulnerabilidades y qué decir de Adam Driver, criticado por la frágil figura villanesca que presenta, pero es precisamente por eso que me fascina tanto: está lejos de ser un Darth Vader o un Emperador, ya que no empieza siendo el villano principal, sino un «huérfano» más tratando de encontrar su propósito en este juego de ajedrez (y termina haciéndolo de la forma más trágica, con la muerte de ese hombre que disparaba primero).

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Es muy fácil reconocer la figura de los mentores también: Harrison Ford (notable su regreso y por ello más dolorosa su despedida) es una brisa de figura paterna para Rey, Poe Dameron (desaprovechado Oscar Isaac, pero a favor de la estructura central de la película) es la figura a seguir de Finn, mientras que Darth Vader y Snooke (el gran traspié de esta secuela, completamente innecesario, excesivamente digital, una herramienta para explicar cosas más que un personaje) lo son para Kylo Ren. Y aquí encontramos lo que separa la película de todo lo visto anteriormente: estas figuras no son Yoda, Obi-Wan Kenobi o Qui-Gon Jinn, esos maestros que protegen a los esbozos de héroe y los empujan a embarcarse en sus respectivos caminos (ya sea al lado Oscuro o a la Fuerza). En «Star Wars: El Despertar de la Fuerza» los tres protagonistas deciden independientemente encontrar sus destinos y estos mentores son figuras distantes.

Es por eso que la primera hora de «Star Wars: El Despertar de la Fuerza» me parece TAN PERFECTA. Ese cruce de caminos de Rey y Finn, esa imposibilidad de controlarse de Kylo Ren, ese encuentro con una galaxia a la cual la guerra ha dejado huérfana. Además de que el manejo de J.J. Abrams de los tiempos y ritmos es preciso, con un guion que sabe ahorrar sus palabras (recuerdo que con la trilogía original a veces sufría con tanta verborrea y con demasiados disparates de C3PO; ni qué decir de las eternas conversaciones de las precuelas). Y luego me encuentro con mis dos escenas favoritas de la película, las cuales (curiosamente) son las que han desatado la ira de los más puristas. La primera: Rey capturada descubre la Fuerza por sí sola y la utiliza para zafarse de sus cadenas. La otra: Kylo Ren mata a Han Solo y termina de ceder ante el lado Oscuro y se zafa (otro escape) de esos lazos familiares que lo ataban a la Rebelión y el calor humano.

¿Pero cómo va a aprender a usar la Fuerza sin Maestro? ¡¿Cómo van a matar a un miembro original de «Star Wars»?! Duele este golpe a la mitología, pero se trata de giros perfectos para el nuevo tipo de historia que se quiere contar, para darle nuevos aires a una estructura llena de ideas clásicas: estos no son héroes convencionales (Finn no tiene un momento tan poderoso de decisión personal y creo que por eso es el personaje menos desarrollado de estos tres protagonistas). Ese duelo final entre Rey y Kylo Ren es tan pero TAN hermoso (en un escenario que remite a tantos duelos orientales): casi se me cae una lágrima cuando el sable va directo a la mano de la protagonista y con esa grieta monumental (y simbólica, claro) que los separa al final. La Fuerza (o Lado Oscuro) como ese conocimiento transportado de maestro a aprendiz, aquí reemplazado por la noción de decisión autónoma.

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«Star Wars: El Despertar de la Fuerza» es el regreso triunfal que nos prometía Disney por esta confluencia de ideas clásicas (la gente se queja de que se copia de la primera película, ¿pero esa primera película no se «copió» de tantas otras cosas antes?) con ideas modernas que revitalizan la saga. Eso sí, sería necio decir que se trata de una secuela perfecta, ya que, como mencioné antes, esa segunda hora y media está llena de desniveles narrativos: de sobreexplicaciones (Snooke, a ti te miro), de un misticismo extraño (Maz Kanata ni pinta ni despinta, casi estorba), de una Carrie Fisher a la que se siente incómoda en su regreso, de una Capitán Phasma desaprovechada, de lo fácil que resulta destruir la base Starkiller (bien ineptos los de la Primera Orden para no haber aprendido con DOS ESTRELLAS DE LA MUERTE ANTERIORES).

Es una película inferior a «El Imperio Contraataca», al nivel de «Star Wars», pero muy por encima de las precuelas. Es un buen precedente para lo que se viene y emociona saber que alguien de la altura de Rian Johnson está a cargo del siguiente episodio. «Star Wars: El Despertar de la Fuerza» es ese reinicio, impulsado por las bases originales, que tanto necesitábamos. Ahora a la expectativa por saber qué hay más allá de esa galaxia tan lejana.

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