En Cinta Domingo, 15 febrero 2015

CRÍTICA: «Birdman» o el arte más posero, pretencioso y desalmado. Y eso es lo que la hace grandiosa.

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Birdman

Escribe: Alberto Castro (@mczorro)

¿Y conseguiste lo que querías en esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado, sentirme amado sobre la tierra.

Raymond Carver

«Birdman», la historia de una ex estrella de Hollywood tratando de reinventarse sobre el escenario de un teatro, es por sobre todo una película sobre el amor: esto es, el amor por uno mismo, el sentimiento en su faceta más egocéntrica y arrogante, ese amor personal que eleva a algunos al nivel de deidades a los que el resto del mundo, mundano y complaciente, debe mirar hacia arriba. Claro que este amor viene con una terrible contraparte: la necesidad de la aprobación de los otros; y es que el sentimiento de superioridad está muy finamente separado del terreno de las inseguridades.

Es así que «Birdman» no solo configura una crítica o reflexión en torno a la situación actual del cine más industrial, una queja de la serialización, de los superhéroes, del star system y de la muerte del llamado arte, algo que ya fue debatido por una larga serie de críticos, sino que se atreve incluso a señalar a sus propios protagonistas como los culpables. La ironía está justamente en aquella pose de defensa de lo artístico: aquella que embarra tanto al actor que cree que poniéndose serio volverá a ser relevante, al artista ensimismado en encontrar la verdad a la hora de actuar, en la crítica que despotrica contra el entretenimiento a ciegas, tanto como en el mismo espectador que dice apoyar el cine arte y asquearse con el cine para comer canchita (tremendo guiño el del superhéroe rompiendo la cuarta pared y hablándole directamente al público).

Y del amor por uno mismo, la película desprende una idea incluso más universal, innata al ser humano: la búsqueda de la trascendencia. Se trata de un filme que agrupa personajes patéticos, engreídos, arrobados en su propia y autoimpuesta importancia, y resulta paradójico que el discurso más lúcido en torno a lo poco que importa lo que hagamos, lo efímero de lo banal y del mismo arte, provenga de la boca del personaje más frágil: de la drogadicta en recuperación (interpretada por una más que solvente Emma Stone). Justamente la película basa su comedia en estas contradicciones y paradojas, además apoyarse en referencias culturales del mundo real (puyazos a Jeremy Renner y las cirugías de Meg Ryan) y en un eje casi surrealista que consiste en ver al protagonista tratando de ignorar a su alter ego en mallas que le habla al oído en los momentos de mayor ansiedad o estrés.

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Al final, lo que más importa en «Birdman» es su reflexión en torno al artificio, a la pose o mentira antes mencionada, al show que continuar a pesar del caos que se suscita detrás de cámaras o telón (importante la secuencia en la que el protagonista se queda encerrado fuera del teatro). Resulta clave la ilusión del plano secuencia de dos horas, un magistral trabajo de dirección de fotografía de Emmanuel Lubezki apoyado en un complejo e invisible trabajo de efectos digitales para unir los retazos. Las imágenes que compone el director mexicano Alejandro González Iñarritu son potentes, de colores vibrantes, de altísima definición, de puesta en escena compleja, prolija y cuidada: la perfección audiovisual alcanzada. Y allí encontramos nuevamente la idea central de la película: estamos frente a una perfección audiovisual evidentemente falsa.

Los actores siempre se mueven de un punto A a un punto B, viviendo en un registro actoral nada realista, sino un pelo cerca a la sobreactuación. Paradójicamente, el tiempo real al que se recurre no busca el realismo, sino que más bien asume la teatralidad. No por nada la película centra sus acciones al interior de un teatro. La película funciona casi casi como una obra sobre las tablas, en la que los actores desarrollan cada escena en medio de intermedios musicales (tremenda la percusión de Antonio Sanchez para separar los tiempos, justamente) en los que se cambia el escenario y se pasa al momento siguiente.

Es más, cada personaje habla casi como declamando, algunos incluso regalándonos extensos monólogos que hacen evidentes sus angustias y frustraciones internas, como en la idea más gruesa de lo que es el teatro (con el perdón de los amigos teatreros, que me refutarán señalando a corrientes teatrales más contemporáneas que más bien persiguen el realismo).

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Vamos, estamos ante una película posera, pretenciosa y desalmada, como la han criticado muchos periodistas internacionales. Pero creo que se trata justamente de eso. Alejandro González Iñarritu se aleja del miserabilismo al que se había acostumbrado al trabajar con Guillermo Arriaga (aunque de esta colaboración sí hay que rescatar la tremenda «Amores Perros»), para regalarnos la segunda mejor película de su carrera, la primera en la que encontramos un discurso honesto (curiosamente, encontramos verdad en medio de mentiras y patrañas, en base a contradicciones).

Es así que nos topamos con un Michael Keaton y un Edward Norton (ambos notables, por cierto) que prácticamente se interpretan a sí mismos, al ser el primero una ex-estrella de Hollywood que ha perdido vigencia (reemplazar Birdman por Batman y todo tiene sentido), mientras el segundo es un arrogante actor que la industria no quiere tener cerca (reemplazar el despido sin título que se menciona al comienzo de la película con el caso de «El Increíble Hulk» de la vida real, otro espejo entre la ficción y la realidad). Ambos nos regalan una parodia de sí mismos.

Estamos ante una realidad que promete cero manipulaciones de tiempo y espacio, que a la vez recurre a la elipsis e insertos oníricos que evidencian la falsedad (una de interpretaciones múltiples en sus segmentos más oníricos, ya que se puede debatir sobre la sanidad del protagonista o el universo de realismo mágico en el que el superhéroe existiría). Nos chocamos con un director que discute sobre la naturaleza del arte y el dejar huella en este mundo, que al mismo tiempo niega su existencia (o la relativiza) en base a los argumentos que expone. «Birdman» representa así el arte como el amor por uno mismo, en base a decisiones absurdas y voces que aprueban sin mayor explicación. Y es en ese subversivo discurso que se encuentra lo mejor de la película.

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