En Cinta Miércoles, 19 noviembre 2014

Interstellar: el mejor y peor Nolan

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Si hay algo que es imposible negar de la carrera cinematográfica de Christopher Nolan es su capacidad de generar discusión. Desde el estreno de «Interstellar» hace un par de semanas, han aflorado por doquier tanto amantes del filme como detractores del artificio que plantea, tanto aquellos más afables que prefieren rebatir o ahondar en sus diferentes argumentos, como aquellos que ciega y rotundamente le lanzan piedras o le dan el visto bueno.

Se habla del paso para adelante que representa en la ciencia ficción, de los ecos a Andrei Tarkovsky, Stanley Kubrick o Steven Spielberg, de un insondable Matthew McConaughey, de las deliciosas texturas de la fotografía de Hoyte Van Hoytema, del remezón del alma que te deja la música de Hans Zimmer. Pero también se habla de los huecos en el guión, de los personajes secundarios flacos y desdibujados, de un tercer acto de giros gratuitos, de los problemas en la mezcla sonora, del final casi digno de M. Night Shyamalan. Todas cuestiones válidas e inválidas, subjetivas al fin y al cabo, ricas de defender y atacar.

Nolan es un director que despierta pasiones: eso es lo mejor que puede decirse de él. Y es que el buen cine está para eso.

«Interstellar» es sin duda alguna uno de los estrenos más importantes del año, uno que sigue la línea de redifinición del blockbuster para adultos que Nolan iniciara con la notable «The Dark Knight» allá en el 2008, además de servir de recopilado de conclusiones de una carrera fascinada con el estudio del tiempo y la psicología humana, algo que empezó con «Following» y «Memento». Se trata de lo mejor que ha propuesto el director inglés en toda su carrera, así como una colección de sus peores tics y desaciertos. Así de contradictorio e imperfecto, y creo que allí radica su genialidad. Se trata de la apuesta más ambiciosa del siglo, quizás, tanto por una inversión que sobrepasó los 165 millones de dólares (harto para una alternativa suicida de autor), como por la multiplicidad de dilemas existenciales que intenta resolver en sus casi tres horas de duración.

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Con esta película, Nolan le pone punto final a su tesis sobre el tiempo, aquella dimensión física que tanto le fascinó como artificio en las estructuras narrativas («Memento» y su construcción inversa, «Inception» y sus saltos inter-memoria y pensamiento), como por servir de elemento dramático que genera conflicto. En «Interstellar» nos topamos con la mejor escena que haya dirigido jamás: la de un destruido Cooper enfrentándose a la idea de que se perdió de la infancia, adolescencia y adultez de su hija Murph, a través de una sucesión de llamadas que llegaron en los últimos 23 años a su nave espacial. Es una escena devastadora justamente por la simpleza de su puesta en escena, que contrarresta el peso de lo que significa para nuestro protagonista. Por las reflexiones que conlleva en torno a la vida (el always right now de «Boyhood» resuena fuerte), versus la misión titánica del héroe que debe pensar en un bien superior, dejando de lado el suyo. El tiempo como el peor de los villanos. La vida como ese efímero respiro que llega y termina, sin más. No pues, no somos nada.

Este momento me recuerda a la escena más dolorosa de «The Dark Knight», secuencias casi hermanas: cuando Batman debe elegir entre salvar a Harvey Dent y su amada Rachel, dilema erigido por el Joker, una cuenta regresiva de trágicas consecuencias. Al igual que en «Interstellar», el héroe se enfrenta al tiempo, se debate entre lo racional y lo emotivo, el sufrimiento personal versus el bienestar colectivo. Batman, el héroe, opta por ir tras su amada. Y así de obnubilado, se equivoca.

Ambas representan (al menos para mí) la cúspide de la carrera de este director de culto, aclamado por los vericuetos de sus historias y la inventiva de los universos mentales que plantea. A lo largo de su carrera, Christopher Nolan ha demostrado ser hábil a la hora de explotar el artificio, el factor sorpresa, el intelecto de lo que propone, la parte más racional de sus historias, al punto que a veces se olvida del factor humano, de las pulsiones más irracionales, más individuales, más contradictorias y vivas. A veces siento que a Nolan le interesa más el big picture y se olvida de sus personajes y nimiedades. Cuando vuelve a verlos a la cara, en medio de estos contextos colosales, es que surge su verdadera magia. En «Memento» lo logra muy cerca del final, en «The Dark Knight» con la decisión altruista de Wayne de volverse el villano: aquí con el desvanecimiento de la imagen del héroe, al enfrentar a Cooper a la terrible realidad de que no podrá cumplir lo que le prometió a su hija.

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Y quizás es por eso que considero que el último tramo de la película pierde el potencial que había acumulado hasta ese momento. Cuando prefiere la conmoción más evidente y hasta fácil (el evil Damon o el deus ex Saturno que deviene en aquel final pomposo y consolador). Y no me refiero a las traiciones a la lógica per se (considerando que se trata de una pieza de ciencia ficción), sino a que pareciera que el realizador se detiene ante el dolor que convocó momentos antes y pide disculpas. Como si se retractara del atrevimiento previo. Como si no aguantara la Ley de Murphy y tuviera que manipularla. Cuando Nolan lo ha dado todo de sí, cuando se ha mostrado más vulnerable que nunca, se somete a la naturaleza del blockbuster: a las peleas cuerpo a cuerpo, a las explosiones de las naves, el peligro del espacio y la lágrima un poco más evidente. (Este último tramo me recordó mucho a la acción espacial en «Gravedad» y el sacrificio de George Clooney).

Otro problema que tengo con la película es su necesidad de verbalizarlo todo, de sobreexplicar (aunque lo haga de la manera más enredada posible), de hacer que sus personajes reflexionen en voz alta. Tampoco soy muy fan de la performance de una Anne Hathaway que sobreactúa y declama. Me extraña lo desaprovechados que están Casey Affleck y sobretodo Jessica Chastain, ambos apenas bosquejos de personajes, almas que sufren porque sí.

Lo interesante y contradictorio termina siendo lo mucho que disfruté viendo esta película, a pesar de la gran cantidad de reparos que tengo frente a ella. Lo conmovido que pude salir de la sala, lo vacío y angustiado a la hora de mirar al cielo, hacia un lado, hacia el otro, hacia mí mismo. Todo mientras renegaba por sus insuficiencias, por su exceso, por querer contarlo o reflexionar sobre todo, sin medir su discurso. Al escribir este texto, lo entendí. Y es que hay cosas sustanciales que me hacen valorar la labor de Christopher Nolan como director y su efecto en la industria de hoy en día.

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Primero, la subversión de la idea del hogar, la necesidad de destruirlo para defenderlo, por más incoherente que pueda resultar en un principio. El momento en el que Murph decide incendiar el campo de maíz de su hermano resulta necesario y por ello lamentable, al ser la única manera de que éste abandonara un espacio que iba a terminar matándolo. Claro que para él, sin aquella casa, su hogar perdía significado. Nolan juega a dos hogares, el físico y el emocional, y a una multiplicidad de interpretaciones entre ambas variables. Y plantea la necesidad de abandonarlo (Cooper abandonando la Tierra es la sentencia más evidente) para su supervivencia. En la película incluso adquiere dimensiones espirituales con la llegada de la quinta dimensión: se trata de la visión que tiene Nolan del afterlife, un espacio físico particular que se repite ad infinitum, con hilos emocionales inexplicables, pero tan trascendentes como la gravedad. Es tan hermosa esta figura, que duele verla desbaratada con el epílogo.

Lo último que me fascina de la película es cómo ensaya sobre el papel que cumple Nolan  en la industria cinematográfica en la actualidad. La idea de Nolan-ificar todo, de pseudo-intelectualizarlo, ha cubierto una necesidad más básica del autor: la de crear, la de expresar, la de motivar. La muerte del cine, aplastada por la industria, el marketing, los esfuerzos de distribución y las nuevas tecnologías, por la producción en serie y el branding que saliva por franquicias y persigue nuevas tendencias. La labor del autor se ha vuelto una a la sombra, rechazada por un público que le niega financiamiento al no verle utilidad. El Cooper y la misión de la NASA se equipara a la de un artista hoy en día y su titánica misión de crear. Un mundo que vive del maíz, complacido, pasivo ante su inminente muerte, que prefiere no mirar más allá, ¿para qué? Pero es esta tarea realizada a escondidas la que nos salvará a todos.

De muchas maneras, «Interstellar» me hizo pensar en cómo «El Elefante Desaparecido» retrataba la insoportable figura del creador, la expiación de los más oscuros y destructivos fantasmas: solo que la película de Nolan da un paso más, al presentarla como una labor solitaria, ausente e imposible. Tanto como la de un hombre enfrentándose a un agujero de gusano y atravesando dimensiones para salvar al mundo. Así.

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