En Cinta Martes, 29 mayo 2018

«Wild Wild Country» es una extraordinaria serie documental que sabe manipular nuestras convicciones y prejuicios

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Escribe: Alberto Castro (@mczorro)

Wild Wild Country es una serie documental de Netflix, dividida en seis episodios de una hora cada uno, sobre el Rajnishpuram, comunidad formada por el gurú indio Bhagwan Shree Rajneesh en los Estados Unidos.

Para algunos una secta (al alejarse del comportamiento tradicional, conservador y socialmente aceptado), para otros un culto (por esa figura central a la que sus seguidores le debían absoluta entrega), esta sociedad profesaba la libertad de mente, cuerpo y alma, la ruptura de los tabúes sexuales y de la visión del compromiso monógamo y el matrimonio, sin perder el norte económico, siempre atento al bienestar común y a la igualdad de oportunidades.

Luego de consolidar forma en la India, decidieron trasladarse a los descampados en las afueras del condado de Wasco, en Oregón, en los 80s, para crear una ciudad desde cero. Lo que esta comunidad, que llegó sin intención de meterse con nadie, no esperaba era que los pobladores norteamericanos, la mayoría de ellos retirados, veteranos, ancianos, los miraría con un recelo que los empujaría a la confrontación sucia, una que –naturalmente- sería respondida de la misma forma y tal vez con superior intensidad. Y ahí el inicio de una guerra de poderes, malos entendidos y crímenes por doquier.

Los hermanos Maclain y Chapman Way toman esa mudanza como punto de partida para esta serie cuyo retrato resulta tan insólito que pareciera ficción: una salida de la perversa imaginación de los Coen, esa de choques sangrientos involuntarios e inocentes, de balas perdidas entre pueblerinos ingenuos y personajes excéntricos que llegan a atormentar sus rutinas pasivas. Para ello, los realizadores han preferido estructurar la historia como los seriales policiales de la televisión: haciendo que el espectador crea una cosa durante casi todo un episodio, para soltar el giro de tuerca que desestabiliza lo que asumíamos, ese cliffhanger delicioso (y engañoso, por qué no, a veces) que nos remite al barroquismo de un Ryan Murphy en su “American Crime Story” o a la incomodidad que le fascina tanto a Noah Fawley en su “Fargo”.

Más fascinante aún resulta que el documental no se apoya únicamente en entrevistas a personajes clave de la historia que se desarrolló hace casi cuatro décadas (incluida Ma Anand Sheela, mano derecha del líder durante todo ese tiempo, un personaje impetuoso, arrebatado, intenso y enigmático por la cantidad de medias verdades que sentimos que nos expresa; la verdadera protagonista del relato), sino que recurre a una cantidad inimaginable de material de archivo de primera mano, el cual ha sido meticulosamente editado para generar múltiples puntos de vista y reacciones que suman a la idea de que estamos presenciando una puesta en escena y no algo que realmente sucedió, lo cual hace más perturbador saber que todo es real. Ese material nos coloca en medio de toda la acción y nos hace vivirla casi como un sannyasin (como se les llamaba a los habitantes de esta nueva comunidad) o como un vecino invadido.
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Y ese registro no es una reacción de un testigo común, como sucede en el caso de –por poner un ejemplo- “El choque de dos mundos”, documental peruano en el que indígenas y periodistas grabaron su enfrentamiento con la policía de forma nerviosa y caótica, sin necesariamente saber para qué serviría luego, impulsados por la adrenalina del momento. Aquí las grabaciones múltiples son de apariencia formal, de una calma absoluta, de un orden casi dictado por el guion de lo que se quiere contar, lo cual hace más perverso todo. Desde lo formal, la serie (tal vez, muy parecido a lo conseguido por “Making a Murderer” hace unos años) se configura como una de ficción –y una muy buena, condenadamente bien escrita, hay que decirlo-, con el juego de ritmos, de insertos musicales, de revelaciones guiadas por las narraciones de los testimonios, pero también por el contraste que se genera a partir de lo que se dice y lo que vemos en el material de archivo.

Pero lo mejor deWild Wild Country está en esa encrucijada en la que se encuentra el espectador. Y es que hay muchas respuestas inconclusas o grises que han sobrevivido alrededor del caso desde que terminó su proceso judicial y falleció el líder. Uno puede empezar a ver la serie sabiendo mucho o nada del caso, teniendo posturas firmes de lo que opina (a favor o en contra) del grupo retratado, para luego enfrentarse a un sinfín de versiones y entredichos, de hipótesis y medias verdades, que lo hacen dudar sobre quién estuvo en lo correcto. Al final, tal vez nadie lo estuvo. La serie prefiere decir que todos tuvieron la razón y todo se equivocaron monumentalmente, al mostrarnos sus rostros mejor maquillados, pero también esas contradicciones en las que caían.
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Por el lado de los sannyasins, se los retrata como un grupo que le abrió las puertas a todos y que solo quería encontrar un espacio donde vivir pacíficamente: se arma una máscara de incomprensión alrededor de ellos. Claro que en el camino descubrimos que sus líderes se aprovechaban de ellos económicamente, los manipulaban sin su consentimiento y fueron responsables de una guerra sucia contra los locales, algo que podrían excusar al decir que estaban simplemente defendiéndose, pero cuyas medidas cruzaron varios límites. Resulta triste ver cómo la paz prometida de una sociedad que buscaba la libertad de lo que el mundo ordenaba como ‘correcto’ o ‘civilizado’, termina cayendo en aquello mismo que criticaba.

Mientras que los locales, en su mayoría ancianos y retirados, son pintados como los invadidos, aquellos cuya tranquilidad es injustamente quebrada, cuyas costumbres son abruptamente canceladas, cuya comodidad es reemplazada por el miedo a ser desplazados de un momento a otro. Pero también se habla de la mentira de una nación que, no discrimina y donde los sueños, cuales quiera que sean, se pueden hacer realidad: los pobladores muestran su rostro más amargo y discriminador, revelan una incomprensión ante aquello que no conocen y no quieren tampoco conocer. Ese hermetismo mental es doloroso puesto que, a pesar de que la historia sucedió hace casi cuatro décadas, sigue vigente en la Norteamérica de Trump. Es contundente la imagen de la comunidad cristiana que ha reemplazado a los sannyasins, una secta/culto cuyos rituales de canto y celebración, cuyas estructuras económicas, se parecen mucho a las del Rajnishpuram, algo que un local mismo reconoce, pero que –sin explicación alguna- sí goza de la aceptación popular y estatal.

Wild Wild Country es un fascinante relato que sabe manipular nuestras convicciones y prejuicios, para ponerlos en nuestra contra. Al final de la serie, terminamos de entender que el mundo no es tan blanco y negro como pensábamos. Y en un país como el nuestro, de tanta intolerancia e hermetismo con el otro, con el diferente, con el que no piensa igual, tal vez es una medicina que necesitamos.

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