En Cinta Sábado, 5 agosto 2017

Recordemos lo mejor de la carrera del canadiense Atom Egoyan, invitado de honor del Festival de Lima 2017

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Escribe: Rafael Flores Figueroa

En el cine de Atom Egoyan, la procesión siempre se lleva por dentro. En su universo, las personas son marcas hendidas en el cuerpo, fracturas de piezas enteras o hilos rotos que desean seguir desmenuzándose. Todo lo que registra su mirada es de materia endeble, como una coraza hecha de naipes.

A propósito de su visita a Lima como invitado de honor del 21 Festival de Cine de Lima, cabe hacer una revisión de sus películas esenciales, aquellas donde convergen la mayoría de sus obsesiones, puestas a merced de un oficio cinematográfico que le permite reconciliar al autor de pluma introspectiva con el artesano versátil y eficiente.

EL DATO: Mañana domingo 6 de agosto a las 11am, el realizador canadiense dará una clase maestra en el Centro Cultural de la Católica. Ingreso libre. Vayan desde tempano, porque el aforo es limitado.

Remember (Recuerdos secretos, 2015)

Acaso su última cinta sea una de las más funcionales. Instalándose cómodamente en el género del thriller, Egoyan narra la historia de un anciano en la última etapa de su vida, la cual empleará para rastrear a Otto Wallisch, el oficial nazi responsable del asesinato de su familia en Auschwitz.

A pesar de tratarse de un guion ajeno (el autor fue el neófito Benjamin August), el cineasta convierte la anécdota en una fábula personal. La condición clínica de su protagonista (demencia senil) es solo una herramienta para incidir en esa cualidad neblinosa de su narración: la linealidad es cronológica, pero apenas, ya que la naturaleza elíptica de las escenas dota a la cinta de un carácter dislocado, de episodios aislados.

Sin embargo, gracias al enfoque puntual del conflicto (la persecución de un asesino), el relato se puede seguir sin cuestionamientos y con fascinación progresiva, a la espera del encuentro final que atará los cabos dispersos en el camino. Además, este ejercicio de género nos provee de tres presencias excepcionales: Christopher Plummer, Martin Landau y Bruno Ganz. Los tres, bajo el mando de Egoyan, elaboran sendos papeles sustentados en la discreción de la mirada y la condición trémula de un estado terminal. Plummer, especialmente, sobrecoge con acciones claras y potentes, ocultas bajo esa apariencia de desamparo.

Adoration (2008)

Esta obra es una suerte de síntesis de los temas predilectos  del cineasta. La anécdota se circunscribe a tres personajes: un adolescente, su tío materno y una profesora de teatro. Una tarea escolar para poner en escena el romance mortal entre una mujer embarazada y un terrorista, contado a través de los ojos del hijo, propiciará el encuentro de aquellos tres individuos marcados por una misma tragedia.

Como en sus primeros ejercicios fílmicos, aquí Egoyan desmonta el tiempo y lo ordena según las necesidades dramáticas de su guion. Para esto recurre al diseño de personajes modélicos propios: hombres y mujeres clausurados en sí mismos, deambulando con la mirada quieta y cabizbaja. Sus pensamientos no se muestran ni se narran: son fragmentos perdidos e insuficientes.

También, el realizador invoca un interés preponderante suyo: la naturaleza mutante de la mirada y su cualidad especular. La imagen es un dispositivo múltiple, capaz de repetirse, manipularse y reorganizarse a voluntad. Egoyan hace que sus protagonistas registren lo que ven a través de objetos que luego se convertirán en espejos monstruosos. En “Adoration”, celulares y cámaras web son recursos de memoria y omisión, herramientas útiles para el montaje de la mentira.

 La última cinta de Krapp (2000)

Como parte de un proyecto televisivo para llevar a la pantalla chica el teatro de Beckett, en el año 2000 Egoyan fue invitado para poner en escena este famoso monólogo. La obra escenifica una velada en la oficina de Krapp, un escritor insatisfecho que solo atina a escuchar las cintas que grabara hace muchos años.

Este breve film evidencia las cualidades teatrales del realizador canadiense. Aún en las limitaciones espaciales del texto, o quizá gracias a ellas, Egoyan tiene cuidado de diseñar una coreografía dramática que privilegia las menudencias y las opacidades. John Hurt, en el papel de Krapp, cuida cada particularidad de su estampa, favoreciendo con sus tránsitos esa estructura de claroscuro hermético, que se encuentra en el silencio y en la sombra con la médula del absurdo beckettiano.

El dulce porvenir (The Sweet Hereafter, 1997)

Esta fábula agridulce es la película más celebrada de su autor. Inspirada en la novela del mismo nombre de Russell Banks, la cinta relata el intento de un abogado para aprovecharse de un accidente automovilístico ocurrido en un pueblo pequeño, que provocó la muerte de 14 niños.

Nuevamente, aquí los personajes son el gesto de un pasado escindido. A Egoyan no le interesa develar los misterios, sino ahondar en los engranajes de una supervivencia arbitraria y aleatoria, casi maquinal. El británico Ian Holm es el abogado que tratará de convencer a los padres de las víctimas, para establecer una demanda capaz de devolver una jugosa retribución económica. Es ese escenario que el autor aprovecha para reconfigurar los eventos, otorgándole así a la ficción un clima más cercano al de una sonata, donde cada grupo de acciones corresponderán no a una causalidad específica, sino a una serie de movimientos que marcarán una congruencia tonal en el drama.

Además, el realizador compone para este relato un paralelo con la leyenda del flautista de Hamelin. Egoyan utilizará esta alegoría para inducir cierta carga mítica en su puesta en escena, y también para unir los cabos de la anécdota. Así, al final, hará concurrir a ambas, ficción y leyenda, para terminar de esbozar su visión de la vida como parábola de voces macabras y consonancias líricas.

Exotica (1994)

La cinta que lo consagró internacionalmente tiene como principales dotes a una serie de personajes peripatéticos y al club nocturno que da título a la historia. El lugar lleva por nombre “Exótica”, pero en verdad todo gira en torno a Cristina, una joven bailarina que provoca obsesión e inquietud en todos los que posan la mirada sobre su cuerpo: el DJ Eric, el parroquiano Francis, el contrabandista Thomas y hasta en la propietaria del antro, Tracey.

La alienación y el desarraigo encuentran ahora correspondencia en sendos espacios de confinamiento (el acuario, el club, la casa huérfana, la caseta del inodoro) y en la canción “Everybody Knows” de Leonard Cohen. Egoyan construye una cadencia exuberante a través de la desnudez de las cortesanas y la voz recóndita del poeta quebequense, pero no explota la situación. Por el contrario, trunca el erotismo esbozado y lo trastoca en un umbral para la exculpación. No se trata de un cuento rosa, sino más bien de una sublimación masoquista y contradictoria.

El núcleo argumental es un elemento disgregado que nunca termina de soldarse. Solo llegamos a entrever pequeños filamentos del drama, mediante las acciones mínimas de las víctimas. Para esto, el realizador moviliza a sus actores en encuadres de orden preciso e iluminación vaporosa; los encierra en hermosas vitrinas de recuerdos muertos. Nuevamente, Egoyan contiene cualquier estallido de emoción: la movilidad del cuerpo es sustancial y se reserva solo para el asomo de la muerte.

El liquidador (The Adjuster, 1991)

El actor Elias Koteas (el Casey Jones de versión clásica de “Las tortugas ninja”) impone su gravedad corporal en este relato inconexo y caleidoscópico. Él es “el liquidador”, un empleado encargado de hacer cobrar las primas de clientes siniestrados, protegidos por la aseguradora que representa. Pero, aparentemente, estas primas nunca verán la luz del día, por lo que el principal oficio del liquidador será el de garantizar que todas las víctimas conserven la esperanza mientras conviven juntas en un mismo motel.

Se trata de uno de los esfuerzos más insólitos, entretenidos e impredecibles del realizador. Aparentemente, Egoyan alude la naturaleza de las obras del absurdo de Ionesco y Beckett, o de las comedias de amenaza de Harold Pinter, donde las tragedias y los accidentes se suceden uno tras otro sin mediar relación entre causa y efecto; y más bien, los hechos infortunados se convierten en oportunidades de indagación metatextual.

Así, la cinta termina recreándose a sí misma, haciendo del conjunto una gran mascarada donde intérpretes, objetos y decorados se reconocen como tales, es decir, como elementos desarticulados que tienen como propósito final la puesta en marcha del artificio cinematográfico.

Guiones cambiados (Speaking Parts, 1989)

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La que fuera su tercera obra es un ensayo compacto sobre el oficio de la ficción. Ese es otro de los grandes temas de Egoyan: el desentrañamiento de los mecanismos de la fantasía. Para tal fin, coloca al frente a sus consabidos náufragos de la sociedad: una guionista con un texto mutilado, un extra de cine que se cachuelea como gigoló en el hotel donde se emplea, y su compañera de oficio, que vive obsesionada con experimentar toda la filmografía de aquel actor de segunda.

Aquí el cineasta no hace distinciones entre ilusión y realidad: si se ve a través de una pantalla, es porque debe estar vivo. Los protagonistas de esta obra temprana siempre están registrando su aura, ya sea en el texto (guion), en la voz (declamación), o en la imagen (videograbación), como una forma de reconocerse y reafirmarse, porque para ellos el mundo no basta.

La conclusión de la película es un testimonio irrebatible acerca de la naturaleza del cine: todo es puesta en escena, y solo a través de su reflejo en imágenes se puede alcanzar el éxtasis.

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