En Cinta Sábado, 25 febrero 2017

«Luz de luna» es una notable película que trastoca el concepto tradicional de masculinidad

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Escribe: Rafael Flores Figueroa

En «Luz de luna» la figura masculina es circular e inasible. El protagonista, Chiron, rompe con el contorno rígido construido por los hombres. Así entra en escena: huyendo de unos jovencitos que quieren acorralarlo, quebrando el plano secuencia que abre la cinta (con una cámara que gira en torno a dos vendedores de crack), irrumpiendo con su presencia de varón inusual, distinto del resto. A nosotros nos tocará verlo crecer en ese medio hostil, que observa su naturaleza y la considera una doble desventaja: la de ser afroamericano y homosexual.

No se trata de un testimonio contra la homofobia. Más bien, la cinta esquiva el discurso de denuncia y privilegia una mirada silenciosa, lírica e íntima. El tránsito hacia la madurez de Chiron es relatado en tres etapas: su niñez, su adolescencia y su adultez. Barry Jenkins, el director y guionista, aprovecha ese escenario para trastocar el concepto tradicional de masculinidad: aquel que dice cómo deben ser los hombres, cómo deben caminar y vestirse e incluso cómo deben mirar.

La película prefiere una mirada que transpira hombría, destilando ese constructo anacrónico que conocemos como virilidad, convirtiéndolo en cuerpo expuesto, torso prieto, labios deseosos, sueños húmedos, tibieza lunar. Aquí los hombres no se reducen a una figura fálica ni a un gesto bronco. Son masculinos aún en la fragilidad del anhelo, del llanto y del amor.

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Pero los momentos álgidos también surgen: la casa de la madre y la escuela pública son espacios de represión, de odio y de rechazo. Sin embargo, ahí donde la historia tendría que recrudecerse, el realizador convierte a los agresores en expresiones silentes (los reproches de la madre son solo una mueca grotesca), tiempos encapsulados (los abusos físicos se despliegan en cámara lenta o en encuadres cerrados) o episodios ausentes por recurso de elipsis (la desaparición del mentor y la separación de la madre adicta son aludidos vagamente); la violencia es símbolo, imagen del dolor, memoria del repudio: son los fantasmas que asolarán el universo del protagonista.

El último tramo lleva el título de Black, un apodo acuñado por Kevin, mejor amigo y agente catalizador de la sexualidad de Chiron. Ese alias será adoptado por un Chiron adulto como parte de una nueva identidad, construida a partir de un arquetipo, un modelo de hombre transferido desde el exterior: aquel que se vende como oficial (en este caso, el promovido por la cultura del gangsta rap). Pero también es duplicidad, reproducción del que fuera su única figura paterna: Chiron deja de ser Chiron y se convierte en Juan, el comercializador de crack que se convirtió en su padre putativo (el actor Mahershala Alí mantiene siempre el gesto ambiguo y quieto, intimidando con su físico imponente, pero fijando una corporeidad candorosa y cálida). No es que el joven quiera repetir los errores de su predecesor, pero no tiene otra alternativa (aunque una ironía subyace: para ser como sus congéneres, él tiene que cultivar su firmeza muscular, llenarse de joyas y cuidar sus vestidos; es decir, adoptar las mismas prácticas que ellos repudian por creerlas parte de un ficticio universo femenil).

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Pero la mirada permanece. La parte final, cuando Kevin propicia el reencuentro después de tiempo, es dulce y delicada, aunque lacerante. Escuchar otra vez la voz de su amigo provoca que Black desmorone su máscara y nos devuelva a través de sus ojos aquella fragilidad a flor de piel, la misma de su juventud (y uno se maravilla al presentir esa aura familiar, el mismo gesto que hemos visto tan de cerca y en tiempos distintos; un rostro que los intérpretes –Trevante Rhodes, Ashton Sanders y Alex Hibbert- habitan con sencillez y verdad y correspondencia mutua, fabricando así la ilusión que permite a tres personas distintas ser la misma).

Es aquí que la música juega un papel crucial. Dos canciones hacen aparición: “Classic Man” de Jidenna y “Hello, Stranger” de Barbara Lewis, las cuales servirán como confesión involuntaria por parte de Chiron y Kevin. El coro de la primera nos dice: “Soy un hombre clásico / puedes ser tan vil cuando te ves tan bien / porque soy un hombre clásico”. Chiron hace que suene fuerte y claro en su vehículo lowrider. Pero la canción ha sido transformada en otra: no es la versión original, sino una que modifica tono y cadencia, volviéndose más grave y voluminosa, más cerca de una suntuosa balada R&B que de un himno gangsteril. Es una inversión del propio cambio de Chiron y nos da una pista: que en el fondo él no es el “hombre clásico” del que habla la letra, ese que el hip hop más gangsta celebra en sus videos abarrotados de oropeles y mujeres semidesnudas. Es esa la forma como quiere aparecer ante Kevin, aunque no se lo diga.

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En cambio, “Hello, Stranger” es sentimental, romántica y directa, y sirve de cortina para el epílogo. Es el truco más viejo, pero el más eficaz: decir lo que se siente pero que no se puede decir, a través de una canción. A diferencia de Chiron, Kevin pretende hacerlo más evidente: cuando este le cuestiona “¿por qué me llamaste?”, le responde “ya te lo dije, este tipo entró y puso esta canción (que me hizo acordarme de ti)”. Entonces, activa la rocola de su restaurante, que canta: “Hola, extraño / me parece tan bueno volverte a ver / ¿cuánto tiempo ha pasado? / creo que ha sido mucho tiempo ya / estoy tan contento / te detuviste para decirme hola / recuerdo que así era como solías ser”.

Pero a ambos les cuesta reconocerse. Conversan, pero las palabras son extrañas e insuficientes. La ausencia de lirismo provoca que el distanciamiento tenga un efecto opuesto: la tristeza de sus rostros sobrecoge y golpea con crudeza.

Después, el enfrentamiento en casa de Kevin los obliga a encontrarse en los ojos del uno y del otro. Y callan. El silencio y la proximidad de los cuerpos y las miradas son lo único que les queda. Es en esos ojos donde siguen siendo los mismos.

Y luego, el gesto final de ambos: quietos y agazapados en el sofá, bañados por una luz púrpura que los cobija como aquella vez al lado del mar, cerquísima el uno del otro, tanto igual o quizás más próximos. Es un abrazo que es al mismo tiempo un segundo beso, una reconciliación y una declaración de amor: no queda nada más, todo es ese último momento a media luz, un instante fugaz e íntimo que para ellos es lo mismo a ser hombres de verdad.

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