En Cinta Domingo, 5 febrero 2017

«La La Land» nos ofrece un sueño musical y nostálgico del cual no querremos despertar

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Escribe: Jonatan Medina

Después de muchos años que no salía de una sala de cine tan maravillado por una película hollywoodense. Ni el prodigioso CGI de «Gravity», ni el artificioso plano secuencia de «Birdman» lograron provocar lo que esta película de factura clásica ha originado ya en los corazones de miles de cinéfilos, incluido el mío. Y es que el musical suele ser así: se ama o se odia. Pocos géneros dividen tanto al público como éste. Pero parece que «La La Land» ha conquistado aún a los más escépticos.

Estamos ante una sencilla y arquetípica historia de dos artistas que luchan por sus sueños y se enamoran en el camino. ¿Qué tiene de especial, entonces? No olvidemos que en el cine –como en todo arte– más que el qué importa el cómo, y Damien Chazelle lo sabe muy bien. «La La Land» brilla por su honestidad y no sólo por su espectáculo. Esa honestidad se debe a que para Chazelle fue también un sueño hacer esta película, y el placer por ese deseo cumplido se puede notar en cada fotograma. Hollywood veía como un gran riesgo hacer un musical de canciones desconocidas, con un final tan agridulce y poco usual para este género. Pero Chazelle hizo «Wiplash» sólo para demostrar que la gran industria norteamericana podía apostar por él y podía también darle la libertad creativa para dirigir su nuevo proyecto. Y así como en «Wiplash», «La La Land» continúa la idea del artista que debe hacer sacrificios en pos de sus sueños. Pero mientras la primera película es tortuosa y obsesiva, la segunda es mágica, romántica, bellísima.  

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‘El cine es una fábrica de sueños’ dice el viejo adagio y «La La Land» vuelve a recordárnoslo. Quizá por eso nos gusta tanto. Porque nos hace volver a soñar, no solo con nuestros propios anhelos y fantasías, sino con el propio cine como espectáculo de color, sonido y movimiento. El preludio de la película nos anuncia desde ya un festín de colores saturados por el Technicolor, una cámara flotante y continua, y una historia donde veremos a dos protagonistas que, así como se obstruyen por el tráfico, se verán obstruidos también por la duda de su propio talento, la desconfianza de los demás en su carrera, el paso del tiempo y las incertidumbres que todo artista padece. Pero ambos, Mia y Sebastian, seguirán dando batalla por sus sueños en una ciudad idealizada y luminosa.

El cine es una fábrica de sueños. Sí, pero lejos de ser esta una frase naif, fue en su génesis el título del ensayo de Ilyá Ehrenburg en 1930, el escritor ruso que criticó mordazmente al cine hollywoodense de su época como una máquina de ‘películas adormecedoras de la conciencia que embrutecían a millones de personas’. Hay quienes piensan, haciendo sombra al pensamiento de Ehrenburg, que Hollywood está celebrando tanto esta apolítica película porque prefiere huir de la era Trump y refugiarse en la fantasía. Yo me resisto a esa lectura. Podríamos decir, por el contrario, que Hollywood está premiando también a “Moonlight” (Mejor película drama en los Globos de Oro y 8 nominaciones a los Oscar tampoco es poca cosa) porque necesita más que nunca hablar sobre racismo y la homofobia. Pero, si bien es cierto que Hollywood, sus premios y la política siempre han estado involucrados, «La La Land» triunfa más por méritos propios que por coyunturales o sociopolíticos.

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¿El mayor de sus méritos? Evocar el musical clásico, recurrir a su espíritu y sus vestigios para contarnos una comedia romántica moderna que, conforme avanza, se convierte en sutil melodrama. Esa ambivalencia entre lo clásico y lo moderno, entre el pasado y el presente, entre lo grandioso y lo íntimo, entre el gozo y la melancolía es que lo que finalmente nos cautiva. Es verdad que Ryan Gosling no baila y mucho menos canta como Gene Kelly o Fred Astaire, y que Emma Stone lejos está de ser Claire Charisse, pero poco importa si al fin y al cabo el encanto de ambos desborda cada escena. La química entre los dos nos es suficiente para querer cantar y bailar con ellos. A Chazelle lo que le interesa es remitirnos con nostalgia a las formas del musical de la Edad de Oro Hollywoodense para hablarnos de lo que más le interesa: el jazz y su incierto futuro y, sobre todo, los sueños y las renuncias que hay que hacer para alcanzarlos. Pero Chazelle no sólo le debe parte de sus esfuerzos a musicales como «Singin In The Rain», «West Side Story» o «Shall We Dance», sino también a «The Apartment» –esa maravillosa comedia romántica de Billy Wylder– con la escena en la que Mia decide dejar a su novio por Sebastian, huye del restaurante, corriendo por la calle mientras violines la acompañan de fondo, y a «It’s A Wonderful Life» –ese hermoso clásico navideño de Frank Capra– con la secuencia final en la que Mia se imagina cómo hubiese sido su vida con Sebastian. Ese final que quizá veíamos venir, pero que nos costaba aceptar. Porque sabíamos que lo más valioso para ellos eran sus sueños, y el uno al otro se alentaban a lograrlo.

Reitero: el cine es una fábrica de sueños. En 1930 Ilyá Ehrenburg criticó que Hollywood vendiese sueños como falsas historias para mentes adormecidas. Ha pasado ya casi un siglo y sí, los sueños pueden ser sólo eso: sueños, acaso fantasías, acaso mentiras. ¿Pero por qué no mirar la connotación más noble de esa palabra? ¿No es acaso lo que muchas veces nos empuja a seguir viviendo? Parafraseando al personaje de Ryan Gosling, ¿por qué pensar en “sueños” como una mala palabra? Dejemos de resistirnos, démonos por vencidos y empecemos a soñar con «La La Land». Ya no querremos despertar.

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