En Cinta Viernes, 6 enero 2017

A pesar de las buenas actuaciones, «La luz entre los océanos» parece un folletín de novela rosa

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Escribe: Rafael Flores Figueroa

La última cinta de Derek Cianfrance, el mismo de «Blue Valentine», es un nuevo ensayo en el universo de los vínculos procedentes del amor. Esta vez, el cineasta se encarga de adaptar “La luz entre los océanos”, novela de M.L. Stedman en la que se narra la historia de Isabel y Tom, esposos recién casados que viven al pie de un faro en una isla llamada Janus. Su idilio se interrumpirá por una tragedia: dos abortos espontáneos y consecutivos sumirán a ambos en el desconsuelo. Pero ocurre lo insólito: un día, un bote encalla en la isla y a bordo se encuentran el cuerpo sin vida de un hombre y un pequeño bebé. Entonces el conflicto principal toma cuerpo y aparece una espada de Damocles sobre la pareja (-¿Qué deben hacer con el niño ajeno?-). Todos los ingredientes han sido servidos: dilemas recrudecidos, destinos que se enfrentan y emociones exacerbadas. Son las señas de un melodrama tradicional, pero hay más variables en juego.

Derek Cianfrance entiende el amor como un fenómeno creador de lazos que al final se transforman en ataduras. Sus dos trabajos anteriores lo corroboran; tanto en «Blue Valentine» como en «The Place Beyond the Pines», somos testigos de cómo los vínculos sentimentales crean nudos indivisibles. Estos determinarán los rumbos de nuestras vidas, para bien o para mal. El amor tiene consecuencias funestas, pero igual no podemos escapar de él, nos dicen los protagonistas de ambas películas. Sus acciones contradicen sus principios, pero no pueden evitarlo: es casi como un instinto animal.

Aunque los anteriores trabajos eran historias originales (“La luz entre los océanos” es su primer proyecto por encargo), al director la novela de Stedman le sienta como un guante y él lo demuestra tomándose el primer tercio de la cinta para enfocar la mirada sobre sus actores principales: Michael Fassbender y Alicia Vikander. Cianfrance es un especialista en estudiar la intimidad que enfrenta a dos cuerpos que se desean. Privilegia los planos que encierran sus rostros, sus ojos y sus pechos, y les saca provecho: muestra a ambos intérpretes frágiles y descarnados, cómplices en un aislamiento literal y figurado (viven entre dos océanos que los separan del mundo, pero también ellos mismos son como islas, distantes y silenciosos).

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Cuando llega el personaje que interpreta Rachel Weisz (también en clave baja, silente y escueta en sus gestos de dolor), la estabilidad de la pareja termina de desencajarse: se ciñe entonces el nudo que los condena. Son enfrentamientos de rostros acongojados que, sin embargo, se mantienen impasibles, como figuras talladas por un sufrimiento esencial. Es lo mejor de la película y, además, la gran fortaleza del director: hacer de sus actores nervios cimbreantes y temblorosos.

Lamentablemente, este melodrama es inferior a los dos trabajos anteriores del realizador. Al situar la acción en los años veinte, en una Australia de posguerra, el cineasta nacido en Lakewood abandona los escenarios urbanos donde navegaba con soltura. El desplazamiento resiente un poco el tono que elige para su cinta: cambia el tratamiento visual y desaparece esa cualidad áspera y fría de la ciudad y sus periferias. Ahora los tonos ocres del crepúsculo dominan la atmósfera y le otorgan un ritmo moroso. Las escenas que muestran a los protagonistas moviéndose por estos espacios, confrontando su soledad, inquietos e inseguros en sus acciones diarias, son interesantes porque permiten un vistazo a sus miedos y a los demonios que los aquejan. Sin embargo, la acentuación de la tragedia es excesiva y extravía el interés por esa intimidad agridulce, cambiándola por un cúmulo de situaciones cercanas a las de un folletín de novela rosa.

En verdad, el verdadero interés de la cinta reside en el juego dramático de los actores, que están notables. Fassbender y Alicia Vikander se entregan, se observan, se tocan y se hablan con sutileza y transparencia. Esos ojos vidriosos y hondos, esas bocas tirantes y expresivas, nos ayudan a acercarnos a su angustia. Ahí radica lo mejor de Cianfrance: en la puesta en escena del amor como ritual de ordalía.

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