La película boliviana «Viejo calavera» nos regaló una de las experiencias más insólitas del año pasado

En Cinta
#losquesolohablandecine Lo último del mundo del cine. Lo que nos interesa, siendo honestos. facebook.com/EnCintaPeru twitter.com/encinta
Y su afiche es una genialidad.
Escribe: Rafael Flores Figueroa
Desde su primera secuencia, “Viejo calavera” irrumpe en la forma de un espectáculo visceral. Vemos a Elder, el joven y alcoholizado protagonista, drogándose en la penumbra de un callejón húmedo y estrecho: su padre acaba de morir y él tendrá que tomar su lugar en la mina del pueblo. A partir de ese momento asistiremos a un itinerario donde los estupefacientes, los socavones y los obreros se habitan mutuamente, alimentándose los unos a los otros, como parte de un mismo organismo simbiótico.
Esta ópera prima del realizador boliviano Kiro Russo debe ser una de las experiencias más insólitas del año pasado. De entrada, nos topamos con una imagen digital fría, frágil e imperfecta, que potencia el clima áspero de los escenarios, invadidos todo el tiempo por la penumbra de las montañas rocosas. Estas sombras perfilan los cuerpos de los actores, quizá mineros auténticos o sujetos sin experiencia previa de actuación que, en vez de enarbolar el esqueleto de un personaje, se dedican a ejecutar una serie de rituales donde el artificio desaparece. El juego dramático de apariencias se esfuma y lo que queda es una corporeidad intuitiva y performática, la biomecánica esencial de una causalidad trivial, morosa y extraña.
Es también una historia de tránsitos a ciegas. Los obreros se mueven a través de túneles negrísimos. El registro de estas caminatas quizá funciona como metáfora de su derrotero. Una cámara flotante los sigue con precisión mientras ellos se extravían descendiendo al silencio, desapareciendo en el inframundo. Sin embargo, el discurso de denuncia está ausente. El interés del realizador va por otro lado: capturar comportamientos, gestos, vislumbrar la convivencia en el abismo. Es un páramo de piedra no exento de gracia y armonía: ahí está ese montaje que entreteje la colisión de las rocas con los picos, las palas y los taladros, articulando una orquesta improvisada de ruidos ferrosos y abrasivos, como si se tratara de un videoclip de una banda de música industrial; o las secuencias que muestran a los obreros reunidos, descansando del trabajo: ceremonias que se llevan a cabo a la luz o a la sombra, pero siempre con una vitalidad ventral y desbordante.
La llegada de Elder a este orden social es un elemento que perturba: se trata de un extranjero, igual a ellos, pero diferente. Se sugiere un roce generacional: la vida en las montañas no guarda atractivo alguno para los nuevos jóvenes, cultores de un hedonismo ubicuo e ilimitado. Por eso, Elder no concibe sus días sin el efecto narcótico del alcohol. Así lo vemos en una de las primeras escenas: en medio del éxtasis febril de un club nocturno, bailando iluminado por un neón que se mueve al ritmo del tecno. Pero no le sirve de nada: salir del subsuelo es una tarea virtualmente imposible. Aunque, la secuencia final (notable por la belleza de su austeridad, su carácter expiatorio y una tonalidad diáfana) sugiere la posibilidad del cambio.
Todas estas lecturas pueden quedar de lado. Al final, el mayor atractivo reside en el placer de mirar las viñetas que conforman la cinta, episodios inconexos y autónomos, retratos claroscuros y expresionistas de un mundo telúrico y precario, que el realizador convierte en universos de colores opacos y plasticidades sinuosas.
Más procrastinación
