En Cinta Martes, 3 enero 2017

«John From» nos ofrece un desenfadado retrato del amor en tiempos de globalización

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Escribe: Rafael Flores Figueroa

La cinta “John From”, dirigida por Joao Nicolau, se estrenó como parte del Festival Transcinema del año pasado, en la sección transficciones. En un evento cinematográfico que se precia por explorar los límites de las plataformas audiovisuales, hasta los títulos agrupados bajo el rótulo de narrativa son experiencias fuera de lo común. Era el caso de “John From”, la cual me remitió en varios aspectos a “Verano del 42”, la famosa cinta que Robert Mulligan realizara en 1972. La premisa de ambas narra más o menos la misma anécdota: el comienzo de un romance idílico y pubescente, donde el objeto de amor de la protagonista adolescente está encarnado en una presencia extranjera y mucho mayor, que llega de improviso a desestabilizar su entorno familiar. Eso sí, el tratamiento se encuentra en las antípodas.

“Verano del 42” respondía a una sensibilidad propia de su tiempo y esto se reflejaba en un clima de desencanto por los ideales de la madurez. El Nuevo Hollywood se encontraba en su segundo lustro de apogeo y, si bien Mulligan no pertenecía a la hornada de aquellos nuevos directores contraculturales y temerarios, quizá los tiempos que corrían lo hicieron inclinarse por una historia contemplativa y discreta, de rostros silenciosos. A la usanza de la época, el neoyorquino responsable de la famosa adaptación de “Matar a un ruiseñor” decidió emplear nombres desconocidos e inexperimentados, dotando a la cinta de una espontaneidad algo tosca, pero muy orgánica. El joven protagonista poseía un aire reconcentrado y rebelde, aunque ingenuo, frágil y pundonoroso. El aura agridulce de la narración esquivaba la solemnidad, pero también se esforzaba por evitar lo frívolo: el romance no era lo más importante del relato; por el contrario, el realizador eligió registrar la sucesión de los días mostrando acciones cotidianas e intrascendentes. Son las actividades que conforman el tiempo de tantos púberes: la dulzura de no hacer nada.

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En “John From” ocurre algo similar, pero a la luz de otro clima. Los tiempos son otros: la globalización ha hecho lo suyo y un aura de ligereza y despreocupación reina en el imaginario colectivo adolescente. Ya no hay tiempo para detenerse a cuestionarse sobre uno mismo, lo que prima es el ocio y la búsqueda de lo apacible. El realizador Nicolau dilata los tiempos para mostrarnos a una jovencita que solo se dedica a ella, así no tenga nada que hacer. El centro de atención se desplaza: ya no nos ocupa la mirada de la protagonista ni su punto de vista: ahora toca observarla; su presencia y su cuerpo se convierten en la razón de ser del encuadre. La soltura y la lasitud de sus movimientos físicos nos guiarán a través de la banalidad de los días. Entonces, una sesión de bronceado en el balcón tiene tanta importancia como lo que pueda ocurrir cuando asiste a una fiesta con su mejor amiga: a estos niños todo les da lo mismo, incluso el primer amor. Cuando aparece un nuevo vecino, padre soltero, la muchacha queda prendada de él. Pero tampoco es para tanto. El romance sobreviene como un juego, sin causalidad. Este anhelo sentimental y platónico ya no es motivo de turbación, como en «Verano del 42», sino de puro recreo y fantasía. Aquí la narración adquiere tintes mágico-realistas e incorpora elementos propios del mundo de ensueño en el que transita la protagonista, pero lo hace de forma llana y sigilosa, con picardía encantadora.

Y la película concluye así, con pasajes realistas y oníricos a cuestas, ambos representados con el mismo desenfado. La frágil materia y las leyes de la física son insuficientes para interrumpir el jolgorio. Al contrario de los protagonistas de “Verano del 42”, aquí a los jóvenes lo último que les quita el sueño es la realidad. Incluso los adultos se prestan al juego, quizá sin saberlo, quizá a sabiendas. Da igual. En este fresco y luminoso cuento de iniciación, espejismo y verdad se funden en un largo verano que lo aguanta todo.

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