En Cinta Viernes, 30 diciembre 2016

«Rogue One: Una historia de Star Wars» ofrece un espectáculo imperfecto y opaco, a pesar de su adrenalínico final

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Imagen: Lucasfilm

Escribe: Rafael Flores Figueroa

(Atención: Este comentario contiene SPOILERS, así que abstenerse aquellos que aún no ven la película)

Lo mejor de «Rogue One: Una historia de Star Wars» acaso debe ser la confección de sus monstruos. Esta cinta, cuya trama se resume en dos patadas (un grupo de rebeldes debe robar los planos que harán posible la destrucción de la Estrella de la Muerte), brilla cuando muestra o deja vislumbrar a sus criaturas confeccionadas por la alquimia de los tejidos humanos y virtuales.

El realizador Gareth Edwards tiene afinidad genuina por sus engendros, a los cuales pone en el centro de la escena, a propósito, como jugando a ser el doctor Frankenstein o, mejor incluso, el reanimador Herbert West: es el caso de Peter Cushing, traído de vuelta desde las cenizas por gracia de computadoras y transistores, quien comete la osadía de colocarse cerca de la cámara, haciendo evidente la máscara. Lo mismo ocurre con Carrie Fisher, que vuelve del pasado (o al pasado), burlando la muerte -la real, no la de la ficción-. Son presencias que fascinan porque se expresan como sus símiles de carne y hueso, copiando gestos, andares y muecas; pero también desconciertan: la cualidad fantasmagórica y espectral las hace parecer quebradizas, como modelos de cera a punto de despedazarse.

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Imagen: Lucasfilm

Un trato distinto, pero igual de atento, reciben las bestias de fierro que asolan a los rebeldes: son los AT-AT (transportes acorazados todo terreno) y su variante digitígrada, los AT-ST. Como en «Godzilla» -el anterior trabajo de Edwards-, aquí los armatostes son exhibidos bajo la bruma creada por la tierra y la pólvora. Perfilan su corporeidad a través de la distancia o semiocultos por los escombros: son como el coloso de la famosa pintura homónima atribuida a Goya, que muestra a un enorme titán guarecido tras unas montañas, aterrorizando a los pobladores, situados en la parte inferior del cuadro (un par de años antes, Guillermo del Toro emplearía este mismo lienzo como punto de partida para crear «Pacific Rim», otro filme sobre demonios descomunales). La revelación de estas figuras antropomorfas es estremecedora por su carga mítica: Edwards sortea lo que pudo haber sido un ejercicio de nostalgia y, en cambio, convierte a aquellos vehículos en efigies legendarias salidas de alguna película kaiju. Lamentablemente, la aparición de estos portentos de fierro es marginal, y se reserva solo para las escenas de acción.

Más breves todavía son las secuencias donde vemos a Darth Vader, pero es mejor así. El realizador se despacha con sendas puestas en escena donde saca provecho de su estampa obscura e imponente. La aparición final (quizá la última de las últimas) es formidable: ubicado en el centro del encuadre, mientras embiste hacia nosotros con una teatralidad violenta, en una coreografía agresiva e implacable, avivada por el resplandor bermellón de su sable de luz. Es una imagen tanática asombrosa, un hermoso reflejo de la muerte vistiendo la cogulla negra, empuñando su guadaña funesta.

El resto de la cinta es insípido. Es irónico que un proyecto que tuviera como objeto contar una historia en base a una frase extraída del texto introductorio del Episodio IV (“[…] espías rebeldes consiguieron robar los planos secretos del arma más reciente del imperio […]”), se tome la mitad de su metraje para llegar a la médula, sobreabundando descaradamente en torno a los dilemas morales, las lealtades políticas y las dudas existenciales que aquejan a los protagonistas.

Rogue One: A Star Wars Story L to R: Baze Malbus (Jiang Wen) and Chirrut Imwe (Donnie Yen) Ph: Jonathan Olley ©Lucasfilm LFL 2016.

Imagen: Lucasfilm

Solo dos personajes logran separarse del hueso: el droide K-2SO, una suerte de C -3PO en color azabache, de carácter cínico y pragmático, además de avezado y temerario (su diseño, sin embargo, tiene poco que ver con el del áureo robot modoso y recatado, el cual, como se sabe, basaba su apariencia en “María”, la célebre fembot de “Metrópolis”. Este nuevo droide, en cambio, remite a los autómatas de piedra que Miyazaki creara para su cinta de 1986: “El Castillo en el Cielo”. Claro, el parecido podría ser accidental); y Chirrut Imwe, un guerrero ciego y creyente de La Fuerza (la génesis de este personaje es evidente: a alguien se le ocurrió incluir, en medio de un conflicto intergaláctico, a «Zatoichi», el vagabundo artista marcial ciego y piadoso, aunque letal, que utiliza su bastón con la gracia de un samurái). Los actores que dan vida a este par, Alan Tudyk y Donnie Yen, tienen gracia y convicción para interpretarlos, y la película gana dinamismo y encanto cuando ellos entran en escena.

Y no hay mucho más. El famoso tercer acto reinterpretado por Tony Gilroy emociona por momentos aislados. El espectáculo no es como lo que hace Hollywood con su cine formateado y uniformizado, pero le falta fibra y audacia (méritos que “El Despertar de la Fuerza” sí tenía). Quizá la versión primigenia de Gareth Edwards era superior. Se dice que los ejecutivos la encontraron sombría y poco espectacular, y muy personal. Edwards ansiaba una película bélica cruda y tensa. ¿Qué cinta fue la que vieron los ejecutivos? ¿Acaso un versión espacial de “Salvando al soldado Ryan” o “Full Metal Jacket”? O tal vez algo más violento, como “Apocalypto”; o, de repente, un desmadre caótico y anárquico, al estilo de “Starship Troopers”; quién sabe, a lo mejor se espantaron al encontrarse con los mismos climas asfixiantes y abrasadores de “Zero Dark Thirty” y “The Hurt Locker”. En fin, no son más que especulaciones, paliativos útiles para curar el mal sabor de boca.

Lo único que resta es fantasear que la justicia poética existe y confiar que algún día salga a la superficie la versión pesimista y sombría de Edwards. Aunque, tal como está, «Rogue One» no es un espectáculo luminoso, sino imperfecto y opaco, armado a la fuerza para la complacencia del mercado y la industria.

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