En Cinta Sábado, 23 julio 2016

Pedro Almodóvar logra conmocionar sin excesos con «Julieta», un melodrama maduro, sobrio y discreto

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Imagen: UIP

Imagen: El Deseo

Escribe: Jonatan Medina

Se ha dicho que, a estas alturas, Pedro Almodóvar ya no necesita desafiar más su talento, que desde “Los abrazos rotos” ha empezado a deconstruir su propio cine, y que su última película («Julieta») es justamente una deconstrucción –ese concepto derridiano tan usado hoy en día– del melodrama, género al que el manchego y los amantes del cine universal le estamos tan agradecidos. Puede ser verdad, o puede ser también sólo una estrategia de marketing (porque si hay un melodrama realmente deconstruido, ése es “Hable con ella”). Lo cierto es que “Julieta” es tan almodovariana y desalmodovariana a la vez. Despojada de todo énfasis y exceso estilístico, Almodóvar ha hecho esta vez una historia donde no hay lágrimas y tampoco risas. Y es que estamos ante un drama seco, austero, grave, severo. Y estas no son mis palabras, sino las del propio director en una de las presentaciones de “Julieta” en España. Parece ser que, como siempre, el buen Pedro es el primer espectador de sus películas.

Como la maravillosa “Volver”, “Julieta” es básicamente un melodrama maternal de ausencias y búsquedas femeninas, sólo que es esta vez la hija quien ha desaparecido, y no la madre, y es así como se compone la herida central de la historia. Los créditos iniciales ya nos anuncian el dolor: Julieta (una enorme Emma Suarez), vestida de un rojo intenso, está envolviendo la pequeña escultura de Miguel Navarro de un hombre sentado que no lleva brazos. Tantas metáforas pueden surgir ya desde los primeros segundos. Acaso la de la imposibilidad de actuar por la culpa, o la de querer irse pero con el pasado dentro. Estamos ante el Almodóvar más conceptual y cerebral que hemos visto. Y en eso mismo están las virtudes y los defectos del filme.

Imagen: El Deseo

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Virtudes porque siempre será estimulante ver y oír lo que una mente como la de Almodóvar nos quiere decir. Esta vez es la contención, el silencio, las elipsis, lo que hace de “Julieta” una obra distinta. Los personajes sí lloran, y mucho, pero Almodóvar no lo muestra: ha preferido mesurarlos y evocar un drama sereno, en el que también ha sido descartada toda pizca de humor. Aquí no hay coloquialismos ni verborrea, aquí los personajes hablan con precisión y muchas veces callan. Así uno entiende por qué esta cinta inicialmente se iba a titular “Silencio”, si no hubiese sido por el próximo estreno de Martin Scorsese. Pero también nos topamos con los defectos, porque al querer ser más conceptual y lograr la tan buscada contención, roza por momentos lo obvio y previsible, con pasajes que no llegan a tener el peso y verosimilitud suficiente, como lo son las propias culpas de Julieta con el hombre del tren y con su esposo.

Almodóvar mismo ha dicho que “Julieta” no es un melodrama, sino un drama a secas. Pero no, “Julieta” sigue siendo, aunque no clásico, un melodrama puro y duro. Es curioso ver cómo el director intenta desprenderse de su amado género, pero en el fondo no puede escaparse de él, acaso como la propia Julieta de su hija. Durante las tres etapas de la vida de la protagonista, podemos ver las marcas propias de lo melodramático: una mujer joven que viaja hacia lo impensado, un ciervo que nos anuncia la tragedia, el destino que atañe culpas, el tiempo que pasa y duele, el pasado que un momento fue mejor. Es inevitable no pensar en ese modélico y fascinante melodrama de Hitchcock llamado “Rebecca”, con el personaje de Rossy de Palma que nos remite a Mrs. Danvers, esa oscura ama de llaves interpretada por Judith Anderson, o con la presencia del mar como símbolo de tragedia. Pero Almodóvar no sólo ha pensado en Hitchcock para hacer “Julieta”, sino acaso en Bergman, con aquella bellísima y potente transición en la que una Julieta joven (una sorprendente y hermosa Adriana Ugarte) se seca la cabeza con una toalla frente al espejo y cuando se la quita han pasado veinte años, dándole así la posta a Emma Suárez.

“Julieta”, con esfuerzo, logra lo que su creador había pretendido: conmocionarnos sin excesos, con lo justo, con lo esencial, con un cine maduro, sobrio y discreto. No es, claro está, su mejor película, pero es lo mejor que nos ha dado desde “Volver”. Parece difícil que su etapa de genialidad cumbre –que comenzó con “Carne Trémula” y terminó precisamente con “Volver”– vaya a regresar. Aunque los amantes de su cine nos seguimos rehusando ante esa idea, con Tarantino a la cabeza, quien sigue creyendo y confiando que Almodóvar aún no ha hecho su Magnum Opus. Y nosotros, de alguna manera, pensamos lo mismo.

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