En Cinta Sábado, 2 julio 2016

Un homenaje a Bernard Herrmann, el genio que musicalizó «Psicosis», «Ciudadano Kane», «Taxi Driver» y más

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Imagen: Paramount Pictures

Imagen: Paramount Pictures

Escribe: Rafael Flores Figueroa

Entre los grandes compositores de la era dorada de Hollywood, Bernard Herrmann ocupa un lugar primordial. ¡Qué digo de la era dorada de Hollywood! ¡Bernard Herrmann ocupa un lugar primordial en la historia del cine!

Todos los compositores que lo sucedieron han heredado algo suyo. Su presencia es ubicua, intensa, absoluta. Parece una exageración, más aún cuando sabemos que compartió tiempo y espacio con otros maestros de las bandas sonoras de la época: Max Steiner (“Lo que el viento se llevó”, “Casablanca”, “Más corazón que odio”), Alfred Newman (“Cumbres Borrascosas”, “Eva al desnudo”, “La comezón del séptimo año”), Franz Waxman (“La novia de Frankenstein”, “Sunset Boulevard”, “La ventana indiscreta”) o Miklós Rózsa (“Las cuatro plumas”, “Quo Vadis”, “Ben Hur”). Sin embargo, con él la música deja de acompañar a los decorados y comienza a encarnar las emociones de los personajes: sus obsesiones, sus deseos encubiertos, el horror y su acecho inexorable.

Su música no fue concebida para escucharse sola; estaba fundida a la imagen y servía un solo propósito: inquietar. Ya fuera en una escena de pasiones ardorosas, de monstruos sobrenaturales o de pulsiones homicidas, las composiciones de Bernard Herrmann emergían para la exaltación del encuadre. Las cintas que contaban con su colaboración podían prescindir de las palabras; música e imagen eran suficientes, como un corazón pulsante, colmado de vigor.

Esta semana nos tocó recordar su nacimiento, ocurrido un 29 de junio del año 1911. Este texto debe servir como un enardecido homenaje al compositor neoyorquino de ascendencia judía: a su música, a su legado. No es tanto un repaso de su obra como sí una reflexión en torno a ella. Un acercamiento caprichoso, a tono con la propia naturaleza del compositor.

Su carrera lo llevó de la fantasía al thriller, de Brian De Palma a Francois Truffaut

Imagen: BBC

Imagen: BBC

Cuentan que era irascible, aunque muy perspicaz; introvertido, pero sumamente inteligente; tan inflexible como testarudo y, sin embargo, de una curiosidad que no conocía límites. Su obra nos lo hace saber así.

Compuso música para “Simbad y la princesa”, “La isla misteriosa” y “Jasón y los Argonautas”historias fantásticas y disparatadas, de héroes que sortean obstáculos sobrenaturales, concebidas como vehículos para el lucimiento de las criaturas de Ray Harryhausen, orfebre de la animación de modelos en cuadro por cuadro (stop-motion). Imaginó y dejó precedente de la forma en la que debían sonar las amenazas alienígenas con “El día que la tierra se detuvo”, del año 1952, dirigida por Robert Wise: si bien Miklós Rozsa, con la película “Días sin huella” de Billy Wilder, fue el pionero en el uso del theremin para las bandas sonoras, sería recién con esta composición que los extraterrestres encontrarían su verdadera voz.

Reescribió los hábitos de la maldad y la perversión a través de ejercicios sonoros para los thrillers en los que colaboró, como “Cabo de Miedo” de J. Lee Thompson, “Nervios Rotos” de Roy Boulting, “Obsesión” de Brian De Palma y “El monstruo está vivo” de Larry Cohen. Volvió a probar suerte con la ciencia ficción, esta vez dándole vida a la alegoría en pos del libre albedrío, del conocimiento y el pensamiento crítico de Ray Bradbury: “Fahrenheit 451”, bajo el mando de Francois Truffaut (con quien repetiría el plato para su cinta de 1968, “La novia vestía de negro”).

Y también produjo trabajos para radio y televisión (creó el tema de apertura –no es el más conocido, que pertenece a Marius Constant- para la primera temporada de la serie “La dimensión desconocida”, en 1959), sin contar sus composiciones propias para orquesta (escuchen su “Sinfonía No. 1” en cuatro movimientos, su único ensayo en el ámbito de la música absoluta). Pero me gustaría concentrarme en tres colaboraciones clave en la vida del compositor.

Debutó en pantalla gigante con otro genio: Orson Welles

Imagen: Roger Wilkerson

Imagen: Roger Wilkerson

La primera se llevó a cabo con Orson Welles, a quien conoció gracias a la radio de la CBS, donde trabajaron de 1938 a 1940. En el programa “El teatro Mercury en el aire”, ambos colaboraron en la adaptación de piezas literarias al lenguaje radiofónico, entre las cuales se encuentra la famosa transmisión de “La guerra de los mundos” que, según cuenta la leyenda, puso a miles de personas en Estados Unidos con los pelos de punta, haciéndoles creer que eran víctimas de un ejército de marcianos mortíferos.

Herrmann era el responsable de los arreglos musicales y la creación de piezas incidentales.

Gracias a este trabajo, Welles lo convocaría un par de años después para que compusiera la partitura de “Ciudadano Kane”. Fue el punto de partida para ambos en el mundo del cine. En el caso de Herrmann, sería un inicio auspicioso porque recibiría su primera nominación a los premios de la Academia de 1941; para Welles, sin embargo, sería todo lo contrario. La cinta fue víctima de un sabotaje miserable, llevado a cabo por William Randolph Hearst (magnate del mundo del periodismo, inspiración original de ‘Charles Foster Kane’, el personaje protagonista).

En adelante, la mala racha acompañaría a Orson a través de toda su vida. Su segunda película, “Los magníficos Amberson”, le sería arrebatada de sus manos por el estudio de producción (RKO), para luego ser sometida a una mutilación bárbara. El film sería la última colaboración con Herrmann. Lamentablemente, la edición no dio tregua. La manipulación fue tal que el trabajo musical quedaría ininteligible a oídos del compositor, por lo que este exigiría vehementemente que su nombre fuera retirado de los créditos.

No sería sino hasta más de diez años después que el compositor neoyorquino encontraría a alguien a su medida: Alfred Hitchcock.

Del horror a la pasión desmedida con Alfred Hitchcock

Las siete composiciones que realizó para el director inglés representan la música más conocida de Herrmann. Por encima de todas, la más célebre es la que fue creada para la cinta “Psicosis” de 1960. Las melodías que conforman esta obra forman parte tanto del imaginario colectivo como de la cultura pop.

Sin embargo, la fama excesiva del filme opaca la genialidad de las piezas. La orquesta conformada exclusivamente por instrumentos de cuerda repite intermitentemente una misma melodía. El compositor rehusaba evidenciar el asomo del demonio, tan solo sugerir su aproximación, su presencia latente. En la primera media hora reina el suspenso, la atmósfera es opresiva, pero nada ocurre. Luzbel está ausente. Pero, cuando aparece, es imposible quitarle la vista de encima. Para esto, Herrmann emplea sendos violines que chirrían al unísono, en intensidad creciente, completando la ilusión de la imagen: el ensañamiento feroz del verdugo sobre la mujer desnuda. No cabe duda, la está haciendo trizas.

Un trabajo igual de complejo es el de “Vértigo”. Despojemos a la cinta de todas las palabras vocalizadas por los personajes y permanecerá tal cual, desde los créditos iniciales: una vorágine de turbación, que fascina y atrae, a costa de la zozobra que producen esos motivos esenciales, circulares. Con aquel famoso par de temas principales, presentimos la naturaleza de Scottie (James Stewart): primero, si bien quebrado por dentro, resuelto y pragmático; luego, voraz e impetuoso, inclemente y febril. La melodía que describe los pasajes románticos tal vez sea la más sublime de todas las composiciones para el cine: sinuosa, funesta, salaz, carnal, estremecedora y dulcísima; como Kim Novak, transustanciándose en un nuevo cuerpo, ni vivo ni muerto, pero susceptible de amor.

La sociedad acabaría en una nota agria, debido al rechazo de Hitchcock de emplear el trabajo que había preparado el compositor para “Cortina rasgada” de 1966. Después de esa discrepancia, ninguno de los dos volvería a dirigirse la palabra nunca más.

Imagen: The Hitchcock Zone

Imagen: The Hitchcock Zone

Con Martin Scorsese se despidió de Nueva York

La tercera gran sociedad que constituyó el compositor judío fue la que tuvo con Martin Scorsese, para la cinta “Taxi Driver” de 1976. Fue una colaboración relevante porque se trata de su último trabajo. Bernard Herrmann moriría un 24 de diciembre del año 1975, en la víspera de Noche Buena, un día después de haber concluido las grabaciones de la música para la película que se convertiría en una de las más importantes de la historia del cine.

Por primera vez, Bernard incorporaba el jazz a su mezcla. Su afán de experimentar con nuevos sonidos, su avidez de encontrar estímulos valiosos para representar el aura de las imágenes, lo acompañó hasta su aliento final. Es un testimonio vibrante de su obra: insolente, abrasadora, múltiple, moderna. La música amenaza y arrulla al mismo tiempo. A las usuales letanías minimalistas se une ahora una sensación de herrumbre e impudicia, provocada por la percusión y los vientos ululantes. No es solo Travis Bickle, corrompido por la locura, delirante y neurótico. Es la ciudad y sus habitantes, carne de cañón para la podredumbre reinante. La cinta no habla de asuntos universales, pero el hedor que desprende la desolación de su universo es el mismo que vemos hoy, tantas veces, todos los días.

Bernard Herrmann había concluido. Su última obra se situaba en Nueva York, su ciudad de origen, el lugar que lo nutrió. Él le devolvería el retrato de una urbe sucia, implacable, teñida de sangre y pólvora; pero, también, un lugar de refugios atractivos, de reflejos que parecen espejismos luminosos, seductores. Dejaría de existir horas después, en la quietud de un ensueño, parecido o quizás igual de atractivo a la escena final de “Taxi Driver”, cuando Travis escapa, sin deberle nada a nadie, hacia la muerte.

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